CAPÍTULO 3: "LA RAYA"

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 CAPÍTULO TRES

LA RAYA

Albeiro:

Temerosos por el futuro de nuestra hija, un día le propuse a Hilda que nos fuéramos a los Estados Unidos. Aunque la propuesta no le sonó del todo viable, la aceptó con tal de encontrarle a Catalina la pequeña una salida. Con gran esfuerzo pagamos los 300 dólares que costaron las tres solicitudes y nos fuimos para Bogotá en un bus que tardó nueve horas en llegar, cuatro de ellas atravesando la parte más alta de la cordillera en un eterno culebreo que terminó mareándonos a todos. Llegamos con el frío de una madrugada capitalina. Esperamos en la terminal a que amaneciera y muy temprano nos fuimos en un taxi a cumplir esa cita con la humillación.

Al llegar a la embajada nos topamos con una larga fila de aspirantes, de todos los estilos, colores y personalidades. Desde el emperifollado que no se explicaba porqué lo tenían haciendo fila al lado de gente inferior, hasta el pobre que se creía inferior y ensayaba la cara que pondría cuando le negaran la visa y el discurso con el que justificaría ante sus amigos y familiares el no haber podido viajar al país del norte a realizar sus sueños:

—Es que casi no la estaban dando. Se la estaban negando a casi todo el mundo. A un señor que llegó muy elegante, con corbata y todo, también se la negaron. Me tocó con la vieja amargada que no la da.

Luego de una hora, por fin llegamos a los puestos delanteros de la eterna fila, listos a pasar por un escáner que averiguaría nuestras intenciones. Nos separaba de la entrada una raya amarilla que alguien por afán traspasó desatando la furia de un funcionario que la emprendió a gritos estridentes desde un megáfono:

—Orden, por favor. ¡Orden! No pueden pasar la raya amarilla hasta que se les llame. Respeten las normas, por favor. Si no pueden respetar una raya aquí en Colombia, tampoco van a respetar las señales en los Estados Unidos.

Respetamos la raya, sagradamente, hasta que nos llamaron. Pasamos por el escáner y luego nos situaron en otra fila, esta vez dentro de la embajada, junto a la ventanilla que en suerte nos tocó. La número doce. Una señora nos dijo que la aprobación de la visa dependía del buen o mal genio con el que se hubiera levantado la cónsul. Desde nuestro sitio pudimos deducir que era una mujer, pues alcanzábamos a ver las gafas y el pelo largo de la funcionaria a través del vidrio verdoso y blindado de la casilla. Un señor, al parecer su esposo, concluyó:

—Si a la vieja se la comieron anoche nos aprueba la visa, si no se la comieron o se la comieron mal, nos la niega. Otros opinaron que a la gente se la negaban por el caminado, por el miedo que tuviera a la hora de hablar o por la ropa que llevara puesta.

Los comentarios eran tan folclóricos que decidimos no escucharlos más y nos aislamos a orar. Durante todo el tiempo, como queriendo aportar su grano de arena al viaje que la podría salvar de las garras del lobo, Catalina permaneció silenciosa, tratando de no ocasionarnos problema alguno. Hasta que nos llegó la hora de pasar. Caminamos esos ocho pasos que nos separaban de la odiosa ventanilla con actitud de condenados a la horca. Al llegar la mujer nos pidió, con acento gringo y aceptable español, pero con actitud hostil, que tomáramos un teléfono que cuelga de la pared y que pasáramos los documentos por debajo del vidrio. Solo nos hizo tres preguntas, con tono militar y mirándonos como la poca cosa que ella creía que éramos:

—¿A qué van a los Estados Unidos?

—A pasear, señorita, queremos ir a Disney Wo...

—¿Cuánto tiempo se van a demorar? —Interrumpió la cónsul.

—Una semana —dije yo.

Sin Senos Sí Hay ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora