CAPITULO 29: YA NO ME MIRAN A LOS OJOS"

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CAPÍTULOVEINTINUEVE

YA NO ME MIRAN A LOS OJOS

Catalina:

Ayer salimos de la casa de Valentina a las cinco y treinta de la mañana, porque la mamá llega entre las seis y las siete todos los días. Atravesamos el parque en diagonal y, cuando alcanzamos la esquina opuesta a la de mi casa, vimos a papá como una paloma mensajera, mirando a todos lados, como jugando a la suerte, el camino a tomar. Adriana me dice que sale todas las mañanas a buscarme. Valentina, que estaba camuflada tras el árbol más grueso y frondoso del parque, un samán tan alto como la casa de doña Imelda, lo fue siguiendo y nos cantó sus movimientos por celular. Cuando papá llegó a la cuadra del colegio, nos escondimos detrás de un bus, hasta que Adriana nos llamó para contarnos que ya había entrado. Dicen que suele pararse en la fachada hasta que entra el último alumno de la clase. Aprovechamos el camino despejado y corrimos hasta la 30 de agosto.

Con tres morrales, tres botellas de agua, dos palustres, un cuchillo de cocina, una panela cortada en trozos, mil pesos de pan, una linterna y el mapa que dejó pintado Catalina, partimos en busca del dinero.

Llegamos al centro de la ciudad andando y de allí caminamos hasta la terminal de buses. Luego de analizar el mapa, tomamos un autobús interdepartamental para ir hasta las afueras de la ciudad. Una hora después, nos bajamos en un lugar llamado Tres Esquinas, que no es más que un caserío pobre y sin gracia donde pareciera haber más perros que humanos. Allí, en medio de gallinas picoteando el polvo en busca de piedritas blandas, y el aburridísimo coro de un montón de perros de todas las razas ladrando, revisamos nuevamente el mapa mientras tomábamos agua.

Un par de campesinos muy decentes, un hombre y una mujer de la tercera edad, se nos aparecieron preguntando si buscábamos algo. Les agradecimos su gentileza pero les dijimos que nos encontrábamos bien y que no necesitábamos nada. Nos despidieron lanzando adioses con sus manitas arrugadas y en medio de sonrisas inocentes.

Una serie de flechas en el mapa nos condujeron por un camino polvoriento de unos tres kilómetros que hicimos a pie. Según el croquis, esa vía nos conduciría a una vereda de nombre "El Matorral". Decían las instrucciones que debíamos llegar a un tomadero de cerveza ubicado en toda la esquina de la calle principal, cuyo nombre es "La Viejoteca de Antonio". Cuando arribamos a ese sitio, que no es más que una cantina de mala muerte, un grupo de borrachos salieron a molestarnos. Nos rodearon, nos dijeron cosas, nos invitaron a "tomarnos una" y fue allí donde empecé a extrañar mi anterior apariencia. Antes, los hombres me miraban a la cara, me decían cosas muy lindas de mis labios, de mis mejillas, de mi pelo, de mi piel, del color claro de mis ojos. Ahora no me miran la cara. Las miradas de todos, absolutamente todos, se dirigen a mis senos. Es increíble el magnetismo que ejercen un par de tetas en una sociedad morbosa.

No nos quedó otro remedio que echarnos a correr sin mirar atrás. Cuando logramos evadirlos, retomamos las señales del croquis y nos internamos por unos cafetales en plena cosecha. Allí se nos acabó la poca tranquilidad que nos quedaba. Cientos de cogedores de café nos empezaron a piropear de la manera más absurda. Unos nos decían reinas, reinitas, mamitas, mamacitas, otros nos dijeron putas, putitas, prepagos, culiprontas. Algunos nos preguntaron qué hacíamos tres colegialas castas por esas tierras buscando lo que no se nos había perdido, otros nos defendieron pidiendo a sus compañeros que nos respetaran. Uno de ellos los alcanzó a asustar con una reflexión sumisa:

—No vaya a ser que las señoritas sean familiares de los patrones y nos estemos metiendo en un lío bien berraco, compañeros —dijo un viejo de piel manchada por el sol.

Sin Senos Sí Hay ParaísoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora