Capítulo 37: Distracciones

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El lunes por la mañana apago el despertador y me niego a levantarme, no puedo, no quiero volver a lo de antes. Necesito besarlo otra vez, esto ya parece una maldita adicción y solo fue un día y medio que estuvimos juntos. Estuve todo el día de ayer pensando en el idiota y sé que eso no me llevará a nada bueno, solo a una nueva desilusión y un corazón roto.

—Effie debes levantarte —dice mamá entrando a mi habitación, miro a mi lado y mi hija está con los ojos muy abiertos. Siempre ha sido madrugadora pero se queda tranquila y me deja dormir, ¿no es la mejor hija del mundo? Hasta que le da hambre y se pone a llorar.

—No quiero ir hoy.

—¿Pasó algo? Estás extraña desde que volviste.

—¿Extraña yo? —intento reírme como si fuera la cosa más estúpida del mundo aunque sé que es verdad—. Debes estar imaginándolo.

—¿Diego hizo algo?

—¿Qué? No, por más idiota que sea al menos me tiene respeto. Ni siquiera se acercó.

—Muy bien, entonces no tienes excusa para no levantarte. Tu padre quiere hablar con los dos —tira las tapas de la cama—. No puede ser que te esté sacando de la cama como cuando eras una niña.

—¿Cinco minutos más?

—Entras en media hora —luego estira los brazos hacia mi hija—. ¿Vamos a tomar desayuno?

—¿Media hora?

Me levanto de golpe y salgo corriendo al baño en donde me doy una ducha rápida y hago todo en tiempo record. Mamá me ofrece desayuno cuando me voy a despedir de mi hija pero ya estoy demasiado atrasada así que salgo corriendo hacia el auto.

Apenas cuando llevo unos pocos kilómetros recorridos decido apagar la radio porque todo me lo recuerda. Sal de mi cabeza, maldito.

No sé cómo lo logro pero llego justo a la hora y más despierta que nunca, supongo que es la adrenalina. A la primera persona que veo detrás de su escritorio es a Diego pero no sigo mirando en su dirección, paso directo a mi oficina y cierro las persianas enseguida, debo evitar cualquier contacto visual.

Me sumerjo en papeles pero cuando llevo una hora me doy cuenta de que mi mente no ha procesado nada de lo que estoy leyendo. Los dejo a un lado y apoyo los codos en el escritorio y mi cabeza entre las manos, ¿qué me está pasando?

Tocan mi puerta y me sobresalto, mi corazón comienza a palpitar a mil por hora pero intento tranquilizarme diciéndome que lo más probable es que sea papá.

La puerta se abre.

No es papá, a no ser que se haya operado y se haya convertido en un idiota lindo de veinticinco años.

—¿Puedo pasar? —pregunta y yo no aparto la vista de unos papeles.

—Ya estás adentro.

Cierra la puerta y avanza hacia mi escritorio, doy un pequeño saltito que espero que no haya notado y sigo sin mirarlo. No sé si podría soportarlo.

—¿Así que... retrocedimos un par de pasos?

—¿Por qué lo dices? —cambio de papeles, no sé qué estoy haciendo.

Él estira su brazo y con delicadeza eleva mi cara pero me niego a mirarlo.

—¿Por qué crees que lo digo? Ni siquiera puedes sostenerme la mirada.

—Diego, lo que pasó el jueves fue una estupidez. Jamás debería haber pasado.

—¿Eso es lo que piensas?

—Sí —me aparto de su mano y me levanto. Intento alejarme lo más que puedo y me afirmo en un pequeño mueble en el que hay muchas carpetas—. Lo siento mucho, me dejé llevar cuando supe toda la verdad y no debería pero te prometo que no volverá a ocurrir.

—Repítelo, a ver si te lo crees.

—No tengo que repetirlo, estoy muy segura de lo que estoy haciendo.

¡Mierda! Se está acercando. Me quedo inmóvil cuando llega hasta a mí y apoya ambas manos en el mueble, acorralándome.

Respira, Elizabeth, respira...

—No te creo una palabra —no lo mires. No. Lo. Mires—. Mírame a los ojos y repite lo que acabas de decir; juro que si lo haces no te molesto nunca más.

Tú puedes, le has mentido a todos. Levanto la mirada y me encuentro con esos ojos color miel que tanto me enloquecen, esos ojos únicos a los que jamás les he podido mentir. Solo nos separan unos pocos centímetros y él no tarda en acortar la distancia y besarme.

—¡No! —exclamo en sus labios pero no soy capaz de apartarme.

—¿No qué?

—No pue... no podemos.

Vuelve a presionar sus labios contra los míos y ya no puedo resistirme más, mi fuerza de voluntad nunca ha sido muy grande en lo que respecta a este hombre. Separo lentamente mis labios para dar paso a su lengua y apenas lo hago me olvido de todo. Enredo mis dedos en su cabello mientras él me toma de los muslos y me sienta en el bendito mueble, se acomoda entre mis piernas y su boca se desvía hacia mi cuello. No puedo evitar soltar un pequeño gemido y me pego aún más a él. Comienzo a desabrochar los pequeños botones de su camisa y él hace lo mismo con mi blusa, posa una mano en uno de mis pechos y presiona mientras su boca atrapa nuevamente la mía.

Mi corazón late como si estuviese corriendo un maratón y él de él también cuando sentimos que tocan la puerta y nos quedamos paralizados mirándonos. Me separo de él a una velocidad asombrosa y me siento mirando hacia la pared para poder abrochar mi blusa ya que no tardarán en abrir la puerta.

—Permiso —dice Gretta ingresando, no sé si Diego estará en condiciones presentables pero supongo que mejor que yo.

—¡Gretta! —la saluda Diego con una voz extremadamente nerviosa—. ¿Cómo estás?

Me doy la vuelta cuando logro abrochar todos los botones y veo a Gretta negar con la cabeza mientras sonríe. No miro ni por un segundo a Diego porque me muero de vergüenza.

—Su padre quiere verlos en su oficina. Quería venir él a avisarte, menos mal me ofrecí para hacerlo.

—¿Por qué lo dices? —pregunto inocentemente.

—Ay mis niños —suspira y se acerca al escritorio, toma un pañuelo y quita los restos de lápiz labial que Diego tiene en la cara y el cuello—. Los conozco desde que eran unos pequeños revoltosos —luego me mira fijamente con una sonrisa que parece cómplice—, y creo que debes revisar los botones de tu blusa. No están muy bien abrochados.

Miro los botones y efectivamente me recuerda a cuando era una niña y me abrochaba mal el delantal en el colegio. Me tapo la cara con ambas manos completamente avergonzada, esta situación es tan embarazosa como si me hubiese encontrado mi madre en estas condiciones.

—Y no estaría demás, echarle una mirada a sus cabellos —se dirige a la puerta con una sonrisa y luego dice como para ella—: Los jóvenes y sus hormonas revolucionadas.

Mis mejillas no pueden estar más sonrojadas y ya no es por el beso, miro a Diego, quien no está mejor que yo y noto que su respiración aún no vuelve a la normalidad. Luego de ordenarme un poco el pelo, me acerco a él para peinarlo un poco, cuando queda un poco más presentable, sonrío y le doy un pequeño beso.

—Me acaba de salvar la campana.

—No por mucho tiempo.

Pongo los ojos en blanco mientras me río y salgo de la oficina dejándolo atrás, miro hacia todos lados y nadie parece centrar su atención en mí, es una suerte pasar desapercibida en algunas ocasiones. Intento calmarme completamente antes de que papá se de cuenta de que algo raro está pasando y cuando creo que todo vuelve a la normalidad toco su puerta y entro al escuchar su voz dándome la autorización. 

Cartas a BenjamínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora