Capítulo XXXIV

417 38 3
                                    

—Hija — la llamó, y aquel llamado se escuchó como una voz en un precipicio.

—¿Hija?, es una palabra que desconoces, y ni siquiera debería llamarte padre, después de esto.. — respondió con voz áspera.

—Vine a verte, no sabes cómo deseo tenerte en casa — comentó, ignorando el comentario que su hija había hecho.

Rió — ¿Pretendes que actúe diferente? — preguntó y giró.

Viéndolo a los ojos, Ricardo al verla entró en shock, sus ojos abiertos y su boca de la misma manera. Los ojos de su hija estaban más claros de lo normal, sus labios resecos, orejas completamente oscuras, piel pálida y flacucha, más de lo que había imaginado.

—No puedo actuar como si nada, no tienes idea de lo que he sufrido — soltó y lágrimas cayeron aún más rápido por sus mejillas — lo que han hecho conmigo — dijo en voz baja con dolor puro en cada vocal y consonante dicha — me has torturado, padre — limpió con rabia sus ojos.

—Selena — la llamó tratando de limpiar sus mejillas, pero esta se negó de inmediato — creí que era tu bien — se justificó tras la mirada triste, molesta y decepcionada de su hija.

—Pues a veces lo que creemos no es lo correcto.

Respondió con voz suave, se puso de pie dispuesta irse, pero no pudo; unos segundos y estaba en el suelo, el tratamiento el cual le aplicaban a la ojicafé la desgastaba de forma física y mental, ocasionando que su cuerpo se deteriorara cómo su autoestima, gracias a los choques eléctricos que recibía para poder así cambiar lo incambiable.

—No quiero verte, no quiero ver a ninguno de ustedes. — aseguro y se apoyó en el hombro de una enfermera que llegó a socorrerla.

Ricardo se mantuvo en silencio viendo como se la llevaban a otro lugar, lejos de él. El cambio de su hija lo había dejado anonadado y quería explicaciones respecto a ello, se dirigió al lado este del sanatorio donde se encontraban las oficinas, dispuesto a respuestas, le pidió a la recepcionista hablar con el doctor y director del lugar el doctor Pedro Donoso.

— ¿Qué lo trae por aquí señor Gomez? — preguntó con una sonrisa al ver entrar al padre de la ojicafé.

—Quiero explicaciones— respondió seco.

El semblante del doctor cambio en ese preciso momento y frunció el ceño — ¿A qué se refiere?, no lo comprendo en lo absoluto.

—Quiero que me explique porque mi hija está tan devastada — exijo sin levantar la voz.

El rostro del doctor se alivio en ese momento y negó — El tratamiento es agresivo, debido a que es una enfermedad mental, y las enfermedades que atacan a la mente es mas difíciles de sanar que las que atacan al cuerpo, esas son más…dóciles — respondió.

Lo vio de forma desconfiada — Quiero llevarme a mi hija a mi casa, no estoy dispuesto a que su— hizo comillas con sus dedos— “tratamiento”— bajo las manos y lo vio de forma desafiante — acabe con la vida de ella, me habían advertido de estos tratamientos, pero no creí que fueran tan mortales, así que quiero a mi hija ¡ahora! — exigió.

—Lo siento pero no puedo, esta a la mitad de un tratamiento, y tengo que acabarlo. Así lo manda la ley señor Ricardo Gomez — soltó de forma altanera. — lo acompañó a la salida.

—Yo puedo solo — respondió tajante y salió de la oficina de inmediato.

Observó por un momento el pasillo, y divisó a personas que estaban susurrando y hablando solos, sólo pudo negar y se dio cuenta que eso si era estar completamente loco.

—¡Maldita sea! — masculló molesto.

Se marchó sintiendo ese vacío en el alma, y en el cuerpo. Se marchó con tristeza, en lugar de alegría.

—Es ahora o nunca— le susurró a Julianne, mientras tomaba el zapapico.

Julianne con miedo asintió, su amiga le sonrió y asintió. Sin preámbulos empezó a caminar de manera disimulada hasta una columna del inicio del lugar. Le dio un golpe con el zapapico y fue como empezó un derrumbe.

—¡Corran! — gritó Elizabetta mientras seguía golpeando las siguientes columnas y los pedazos de carbón se proporcionaban por todo el lugar, cayendo como una lluvia de granizos en el suelo.

Todas las presas corrieron, tratando así de mantenerse con vida, y allí estaba la ojimiel corriendo por su vida y sabiendo que, al menos podría ser libre de una manera u otra. Corrieron por unas millas, y allí estaba su amiga con una sonrisa de oreja a oreja, mientras llevaba en la mano un instrumento cortopunzante hurtado de la zapapico.

—Hubieras visto todo lo que pasó atrás Julianne, sangre por todos lados. Estaba como en el paraíso — rió al acercarse.

—Prefiero que no enterarme de lo que ha pasado — respondió con voz suave.

Asintió — He pensado que si seguimos caminando por este camino — señaló al frente — podremos salir a la avenida principal, pero un detalle. Debemos conseguir ropa, y un camuflaje; no sé tú pero yo no pienso regresar a la cárcel.

La ojimiel asintió — Tienes razón.

Ya habían corrido un par de millas antes de alejarse de la mina de carbón, Elizabetta había planeado todo con exactitud, sabía que ocasionaría un derrumbe donde al menos morirían unas cien personas, y entre ellas; estaría Julianne y ella. Caminaron todo el día, descansando unos minutos y luego retomando el camino hacia la libertad, en la noche lograron divisar aún con dificultad la calle principal, quizá una parte de lo más difícil estaba hecho. Lo más difícil sería poder escabullirse en la multitud y pasar desapercibido.

—Me siento muy culpable, demasiado — soltó roto y triste — no sabes como me miró, sus ojos estaban apagados. Mi pequeña...mi bebé me miraba nunca me había visto — su voz se encontraba rota.

Observó los ojos de su mujer, Mandy se mantenía en silencio observando con tristeza el daño que había ocasionado sus palabras y el nudo en su garganta impedía que pudiese hablar.

—Solo quisiera saber que hice mal, o que debo cambiar — se recriminó.

—Quizás debemos cambiar esto, y sacar a nuestra niña de ese lugar.

Ricardo la observó con molestia — ¡Tú cállate!, ¡tú que siempre nos has utilizado!, incluso has echado a tu otra hija al viento, y no trates de decirme que no es tu hija cuando sabemos que sí, cuando sabemos que lo es. Y puedo ser todo lo que quieras, pero Selena es mi hija, solo mi hija sin importar que tu seas una zorra y te hayas revolcado con otro cobarde — soltó con molestia.

—¡Sabes perfectamente que me engañó, y yo iba a tener una hija bastarda, ya me bastaba con el insulto que había recibido antes! — escupió.

—No me hables de insulto, ni nada sobre la moral. Porque tú no tienes nada de ello.

Se levantó del sofá y se marchó, todas las discusiones llegaban a lo mismo. A recriminaciones e insultos baratos, y ya se había hartado; no sé había dado cuenta hasta ahora de lo que su hija significaba para él. Hasta ahora.

Buscando El Arcoíris |Selena Gomez| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora