Silencio, todo era silencio. Y justo en medio de aquel océano de suspiros siniestros, Denise, tras armarse de valor, abrió la puerta del cuarto en el cual estaba y de repente un chorro de luz intensa obnubiló la liquidez de sus pupilas. Una vez sus ojos pudieron habituarse a aquel estado, aquella chica fue a parar a un pasillo excesivamente iluminado por una luz blanca. Un pasillo también enteramente blanco en el cual había un maniquí de mujer. Un maniquí del tamaño de una persona normal que poseía una mirada como perdida, un aura inquietante y unas prendas de vestir en uno de sus brazos el cual mantenía ligeramente levantado. Denise inspeccionó aquellas prendas. Observó que eran de su talla y estilo, así que se las puso. La ceniza irredenta del misterio y un universo de vacíos bien reprimidos no habían dejado de observarla, no habían dejado de indagar en su alma. El maniquí de mujer, a todas estas, llevaba una carta en una de sus manos, más exactamente la que no había estado sosteniendo la ropa que ahora Denise llevaba puesta. Aquella chica la tomó, la abrió y la leyó. Decía: ¿ayúdame, estoy atrapada en una historia insana donde el rompecabezas más dulce de la pasión crea inciertas mariposas de vida mientras yo me hallo agazapada bajo el aliento de una sombra de muerte? La carta no decía nada más. Tras leer aquella hoja Denise atravesó el largo pasillo en el que estaba como si estuviera atravesando las intermitencias de un sueño níveo y deslucido. Buscaba una puerta, una ventana, algo, pero lo único que halló fue un ascensor al fondo del ya mencionado y extenso pasillo. Ella subió a él. El botón siete estaba iluminado, así que apretó el botón número 1. El ascensor bajó. Al salir del susodicho ascensor aquella chica se percató de que estaba en un hall, quizás el hall de un hotel. Sin embargo, en ese lugar no había ninguna persona. Únicamente había maniquíes por doquier. El maniquí de un botones que cargaba un equipaje, los maniquíes de varias personas junto a recepción, unos maniquíes sentados en varios sofás que se encontraban en aquel lugar, un maniquí leyendo el periódico, un maniquí observando la hora en un reloj que no llevaba puesto. Todos los maniquís, por cierto, estaban desnudos, todos eran de color azul aguamarina y los había en caracterización de niños, niñas, hombres y mujeres. Algo no estaba bien y la hermosa Denise lo sabía, por eso mismo gritó pidiendo ayuda.
La visión de los maniquís la aterrorizaba, la maltrataba sobremanera en lo más profundo de su fuero interno. Las huellas imprecisas del silencio también se encontraban por doquier. Y todo ello junto, todo ello atrozmente amalgamado, le hacía pensar que quizás ella se encontraba en un coma, tal y como en el que estuvo meses atrás. O no, quizás ella nunca ha despertado del coma en el cual estuvo y hasta ahora se entera de ello. Quizás está muerta. Quizás está en medio de la nada. Lo único cierto es que un peligro invisible la rodea y ella lo sabe. Los móviles mares de la memoria, por su parte, no ayudan en nada, no dan ninguna pista de nada, no logran descifrar el misterio y es precisamente ello lo más aterrador. La bella Denise sale a la calle. Su rostro es la expresión más cercana que existe a la angustia infinita. No obstante, lo que halla en la calle la aterra como nunca antes nada en esta vida la había aterrado. En la calle, además de los autos, de los edificios, de los hidrantes, de una grúa remolcando un auto averiado, sólo hay maniquís de personas.
El aire vibra en ondas de misterio.
También de muerte.
Denise observa que el conductor de la grúa es un maniquí, de hecho, los conductores de todos los autos son maniquís. Hay un maniquí tirado junto a una bicicleta que también se halla tirada. Varios maniquís personificando peatones que van por la calle. Hay incluso maniquís con forma de perros que otros maniquís pasean. Sí, maniquís, muchos maniquís, en esa calle, y en la siguiente y en la siguiente y en la siguiente. Todos de color azul aguamarina. Todos desnudos. Todos con sus rostros inyectados con una nada demasiado elocuente y demasiado fría. Denise llega a pensar de un momento a otro que ha enloquecido y profiere de un momento a otro un grito estremecedor. Ella grita y grita, y luego llora y llora. El hecho de estar anclada en aquella dimensión hace que su sentido de la realidad esté a punto de resquebrajarse por completo.
Claro, la vida ha huido del planeta.
Y al parecer sólo queda ella.
Sólo queda el destello irisado del sol y un abatimiento que cobra forma en una melodía sin sonido. Un sonido de muerte.
Los gritos del sinsentido, por su parte, chocan contra la inmensidad de las paredes del alma de la bella Denise. Pero, de un momento a otro, tras un largo rato de llanto, aquella chica desolada se percata de que algunos maniquís llevan algunas cartas en sus manos. Ella toma una, la abre y la lee. No olvides que si quieres salir de aquí debes intentar uno o varios juegos de amor. Luego toma otra: Ayúdame, por favor, te lo imploro, hay demasiados horizontes fuera de la misma luz y por eso he sido confinada en este espacio mortal. Y una más: Créeme, lo más probable es que mueras hoy.
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De las inercias de la piel a un mar de constelaciones
Tiểu Thuyết ChungUna hermosa chica que despierta totalmente desnuda en una oscura y lúgubre habitación sin saber a ciencia cierta por qué está allí, y una niña misteriosa que no es muy dada a hablar con las personas y que guarda un pérfido y oscuro secreto, se perca...