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No siempre una fisura en lo más hondo de la irrealidad conduce de nuevo al terreno seguro, palpable y reconocible de la realidad. Por eso mismo bajo una aurora pura e invisible bajo la cual se retuercen los colores deslucidos de lo siniestro, aquellos dos amantes capaces de conformar nidos de besos y pilares de pasión, no pueden dejar de correr. Ellos corren porque tienen miedo. Ellos corren para salvarse de la muerte. Ellos corren para evitar la perfidia más oscura del destino. Bien se dice por ahí que el común denominador de todo miedo intenso e instintivo es la muerte, y esa es justamente la esencia que los persigue a ellos dos bajo aquel lúgubre cielo crucificado en relámpagos sin sonido alguno y que tanto desea devorarlos sin ninguna contemplación. Claro, hay noches infinitas que aun en medio de la oscuridad duermen en algunas miradas, mientras que, por otra parte, también existen miedos, punzadas de extenuante dolor, amenazas latentes, caprichos de lo incierto, sonidos identificables que nos persiguen, fantasmas que no dejan de mirarnos y que se mueven de maneras muy poco probables de predecir. Existen miedos que desean desgarrar la voluntad y existen amenazas que desean saborear en su propio paladar de muerte migratoria y transitiva, la cicatriz que ha dejado la fugacidad perpleja e innombrable de un instante de vida. Por eso, y no por otra cosa, él y ella corren. Sus vidas dependen de que tan rápidos puedan llegar a ser. Los siniestros e infernales maniquís de color aguamarina ya han hecho su apuesta y su objetivo no es otro más que el de asesinar a Dumet y a su bella enamorada de ojos color miel. Maniquís que para aquellos momentos en los cuales aquellos dos jóvenes corren por sus vidas, han empezado a moverse con una velocidad demasiado terrorífica como para tratarse de objetos aparentemente inanimados. Cada diez segundos se mueven por lo menos unos cuatro o cinco segundos que no desperdician en lo absoluto y aprovechan para tratar de sacar de aquella y de cualquier otra realidad posible a aquellos dos chicos. La esencia de lo nefasto, de hecho, cubre la memoria de todo amanecer y besa entre las dislocaciones de la existencia, los labios dulceamargos y sugerentes de un ocaso en sobredosis de vértigo, oscuridad y muerte. No, no siempre una fisura en lo más hondo de la irrealidad conduce de nuevo al terreno seguro, palpable y reconocible de la realidad.

Denise llora, llora con todo su ser totalmente desesperado, y su alma comienza a flaquear cada vez más y más, pero Dumet la insta a que continúe junto a él a la par que le dispara a algunos cuantos de aquellos supuestamente inertes e inanimados engendros del infierno que desean asesinarlos. Les dispara con una pistola que le ha arrebatado precisamente a uno de aquellos maniquís de color aguamarina. Dumet y su enamorada Denise, a todas estas, no corren sin tener ninguna pista de hacia dónde deben ir. Mientras ellos estuvieron practicando ritos y juegos de amor intenso, y mientras fueron recorriendo aquella realidad donde los estadios subcutáneos del alma y del cuerpo no solo presienten caricias sino la esencia misma de la muerte, se percataron de que muchos de los lugares que hacen parte de sus realidades y de sus amores compartidos, aparecían diseminados por aquella infernal ciudad de sombras y maniquís, de lugares íntimos y públicos, de nocturnidades demasiado intensas y misterios extraños y retorcidos. Uno de esos lugares es el colegio en el cual ellos estuvieron estudiando hasta hace unos cuantos años atrás. Y justamente allí se dirigieron por un pálpito que tuvieron ambos. La meta: el baño aquel en el cual años atrás Denise contempló por primera vez el miembro enhiesto y de fuego pulsátil de su amado.

Y, en efecto, allí llegaron mientras el cielo y el lienzo de una tarde apenas dibujada, seguían ardiendo en relámpagos que no producían sonido alguno.

Allí llegaron, con sus corazones al cien por el temor y con sus jóvenes almas tratando de desanudar el follaje espeso de aquella pesadilla que los rodeaba.

Todo, infinitamente todo era un horror de abismadas profundidades.

En un afán sin tregua por la vida Denise y Dumet llegaron a un baño de colegio en el cual había un siniestro y estático maniquí de un intenso color rojo cereza, el cual tenía una carta en una de sus manos. Denise la tomó, mientras Dumet luchaba con algunos maniquís que se suponían eran los niños de aquella institución escolar. Unos maniquís que, por cierto, se movían cada vez más rápido. La carta en cuestión decía:

De las inercias de la piel a un mar de constelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora