Para un gran número de pensadores, la pregunta por el ser humano se haya relacionada con el lugar que le corresponde a este en el mundo, o en la sociedad, o en el mismo universo de las significaciones, teniendo en cuenta que estas últimas, es decir, las significaciones, son, precisamente, las que nos permiten hablar de ser humano, o de mundo, o de sociedad, o de universo. Pero, ¿por qué pensar que podemos explicar o dar cuenta del lugar de ser humano a través de los complejos tejemanejes del lenguaje, a través de las gramáticas y las diversas variantes del universo de la significación? Puede que nuestro lugar en el mundo, o en la sociedad, o en el universo, no sea sino una cosa que se intuye. Porque lo bueno de la intuición es que esta posee un indiscutible factor instintivo, un alto grado de genética animal, y, en ese orden de ideas, una gran profundidad dentro de las matrices básicas de la vida. Hablar sobre la intuición no es nada sencillo, más aún si tenemos en cuenta que, según dicen por ahí, en algún huidizo y recóndito socavón de una incierta lejanía de la mirada, casi toda ella se encuentra basada en el terror hacia la inclemencias más duras del existir, por eso mismo quisiéramos, más bien, colocar un ejemplo. Y diremos, por tanto, que una difusa pero certera intuición con la misma nitidez e intensidad de un vacío tenebroso e infinitamente prolongado, recorrió el ser interior de aquella volcánica, misteriosa e implacable mujer con los ojos y el cabello de fuego. Aquella mujer capaz de hacer temblar de terror a todos los demonios de los primeros círculos del infierno. Una mujer que, cabe decir, tras sentir aquella intuición, giró intempestivamente, alzó uno de sus brazos y apuntó con la Smith & Wesson que tenía en una de sus manos, directo hacia el rostro de aquella otra mujer que por un instante creyó que había muerto. El cielo permanecía nublado y observaba el alma de todos los seres vivos como si él mismo hubiera sufrido una herida mortal. Aun así, una luna roja que evocaba una sensación despiadada y los distintos matices de la sangre humana, se abría paso entre las oscuras nubes, y brillaba siniestra e infernal. Por otra parte, llovía a cantaros y cada gota de agua que caía parecía contener dentro de sí un ansia asesina. Pero no, la muerte instantánea no se presentó. Aquella hermosa y sádica pelirroja no podía disparar al rostro de la mujer a la que estaba apuntando, puesto que esta última también le estaba apuntando directamente con un revólver bastante curioso de color vinotinto. Todas las lamentaciones de la muerte deseaban llegar a la herida más profunda de un invisible firmamento. "Quizás no lo sepas, ero hubo una vez un asesino serial en mi ciudad, uno de tantos", dijo la implacable mujer de los ojos y el cabello de fuego. "Y dicho asesino, querida, venía hasta este lugar por este mismo precipicio que tenemos ante nosotras, a sus víctimas. Pues bien, una vez me enteré de ello, cierta noche lo esperé en este lugar, muy bien escondida, desde luego, y cuando él llegó, salí, salí de la nada, o, más bien, de esta bruma tóxica que nos rodea, de la lluvia que también caía aquel día, y a sabiendas de que el asesino traía muerta a su víctima número treinta y tres, lo maté con mis propias manos". "Una gota infernal brilla en tu mirada. Se ve que para ti esa es una historia interesante", comentó la hermosa y letal mujer del parche en el ojo izquierdo. Acto seguido, la mujer de los ojos y el cabello de fuego arrojó muy lejos la pistola que llevaba en sus manos y la mujer que durante un instante ella creyó muerta, hizo lo propio. Luego de ello vino una lluvia de golpes que eran lanzados a diestra y siniestra aunque con un altísimo nivel de habilidad y maestría por parte de las dos contrincantes. La lluvia caía indiferente sobre ellas. Ambos pelearon con todo lo que tenían hasta que finalmente cayeron en un charco de agua. Allí forcejearon unos minutos pero llegó el momento en el cual se separaron para tomar algo de aire y reanudar el combate.
"No robaste ese auto porque sí, verdad cariño". "Voy tras un sujeto". "Conozco el nombre de varios sujetos, ¿sabes?". "Puede que sí, pero no es tu problema". "Creo que no entendiste la historia que te conté: cualquier cosa que ocurra en mi ciudad, es mi problema". "Se llama Marcel Larkin" "Ya veo, el líder de la Estrella del borde azul". "Ese mismo".
Es un hecho que el ser humano es una entidad multidimensional. Claro, el ser humano, como bien sabemos, es un animal racional, desiderativo, conflictual, extremadamente frágil aun cuando en ocasiones le guste negarlo. Tiene, por tanto, muchas facetas, y visto así el asunto, puede que sea necesario hablar no de un lugar del ser humano en el mundo, o en la sociedad, o en el universo. Puede que sea necesario hablar de un lugar para cada una de las facetas que lo componen. Un lugar para cada uno de los sueños que nos constituyen. Pero, ¿tienen los sueños un espacio definido? Quizás con los sueños suceda algo muy semejante a lo que al antropólogo Marc Augé dice que sucede con los no-lugares. Pues bien, debemos apuntar que los no-lugares, para dicho teórico, no son aquellos lugares que de una u otra forma han sido destinados específicamente para una edificación cultural, es decir, los lugares en los que es posible forjar el entramado de la memoria social, o donde es posible socializar a la persona, y que sirva de ejemplo de ello la institución de la escuela. Los no-lugares, por el contrario, son puntos de tránsito, de flujo humano constante, como los hoteles, los aeropuertos, los campos de refugiados, las autopistas o los aviones. Pues bien, entorno a ello, estableceremos una especie de paralelismo para afirmar que muy probablemente muchos de los sueños que nos constituyen, no tienen un lugar definido para que puedan llegar al clímax de su propio ser ellos. Por ello mismo, puede que el lugar de los sueños más profundos, de las aspiraciones más humanas, de las motivaciones interiores que mejor saben expresar la esencia del alma, sean lugares de tránsito, lugares errantes, espejismos que se mueven de aquí para allá y de allá para acá. Porque, si ello es cierto, es posible cumplir un sueño, hacerlo pleno en el mejor de los sentidos, en cualquier lugar dl mundo, de la sociedad, o del universo. Ya sea ante un horizonte de alma inabarcable que desea conjurar las hebras transparentes de la memoria, o ante una llama de fuego que elimina de repente algún secreto rincón del pensamiento bajo la claridad de una luna llena, o entre una brisa de otoño que anhela abrirle la puerta a unas cálidas y sinuosas caricias, o en el escritorio en el cual un escritor se apresura cierta noche a dar fin a una de sus mejores historias.
Para ilustrar lo anteriormente dicho, bien podemos colocar de ejemplo aquel erótico sueño hilvanado con el mismo mecanismo que produce los suspiros de placer, y que, por alguna razón, ha resultado ser algo reiterativo durante esta intensa noche de sangre y tan descieladamente perversa. Porque lo cierto, es que mientras Melanie Oldman viaja en el jeep de la hermosa y siniestra mujer de los ojos y el cabello de fuego, y junto ella, además, de un instante a otro se hace presente aquel arrebato de la lujuria que mencionamos líneas atrás, aquel sortilegio indefinible de una intensa y sorprendente fragancia de espejismos donde la vida se hace una sola con la pasión. Si bien se recuerda, habíamos mencionado que un hombre con grandes ansias de amar a la mujer que se encontraba sobre una infinitud de verde hierba, recién había llegado a aquel bosque de la existencia, que no era otra cosa más que un remanso de celestial promiscuidad, un averno de pecados iridiscentes, un espacio dentro de una visión en donde de cuando en cuando las estrellas del cosmos suelen esconder su propia bitácora. Los ojos de aquel hombre tenían hambre de pasión. Y guiado por dicha hambre, por dicho anhelo calcinante, él comenzó a acariciar y a lamer los dos senos de aquella mujer, aquellas dos frutas jugosas y llenas de cielo que se ofrecían obedientes mientras los árboles voyeristas de alrededor pregonaban los más lúbricos umbrales de una silente primavera.
Él lamía con su ser embriagado de placer, como si recorriera con su lengua la espesura suprema de todo lo existente, o una miel muy dulce y curiosa de anís. Melanie, dichosamente enferma de pasión, había mantenido los ojos cerrados hasta el momento. Pero, al abrirlos, se encontró ante ella nada más y nada menos que con aquel hombre de cabello largo y ancha espalda llamado Marcel Larkin. Se encontró con él, así como con su tacto, sus ávidas manos, un aliento que conjuraba una gallardía ancestral. Y ella, al verlo a él, se dejó amar aun con mayor tranquilidad, mientras que él, por su parte, se dedicó a dibujar las primeras arquitecturas de un infinito indiscernible, sobre aquella piel femenina que se le ofrecía. Y mientras el amor seguía su curso, tal y como suele hacer el amor cuando es guiado por una pulsión desbocada, la brisa casual, en medio de aquel bosque, se extasiaba cada vez más y más con el cabello de Melanie. Se extasiaba mientras aquel hombre entraba en aquella mujer con alma de brisa, aquella mujer vestida incluso de brisa. Se extasiaba mientras Marcel surcaba la enfervorizada y existencial marea de un ser eterno y femenino. Sin embargo, aquella visión de sedienta corporalidad y de frescas y placenteras sensaciones de terciopelo, se difuminó de un momento a otro.
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De las inercias de la piel a un mar de constelaciones
Fiction généraleUna hermosa chica que despierta totalmente desnuda en una oscura y lúgubre habitación sin saber a ciencia cierta por qué está allí, y una niña misteriosa que no es muy dada a hablar con las personas y que guarda un pérfido y oscuro secreto, se perca...