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Cierta brisa con un aire como de inocencia, le comentó cierta vez a uno de esos océanos que surgen de las horas más inciertas de la vida, que toda minúscula parcela de existencia, ya sea de tu existencia, o de mi existencia, o de la existencia de cualquiera, se halla delimitada tanto por aquellas cosas por las que el alma se escandaliza, o por aquellas cosas que hacen la hacen vibrar de pasión, como por aquella insospechada y curiosa habitación del ser donde las paredes de cal incolora retienen todo un universo de significaciones. Esa noche, levemente perfumada con una esencia de sándalo que no hallaba cómo esconderse en el tiempo, Anderson Larkin llegó a hacerle un reclamo cualquiera, relacionado con negocios, desde luego, a su padre, el señor Frank Larkin, en la oficina de aquel último. El universo de significaciones de Anderson, cabe decir, era un universo que se ensombrecía poco a poco. Un universo que deforestaba el paisaje interior de todas las promesas vitales. "Siempre le has tenido preferencia a Marcel, tu adorado hijo pequeño que nunca se las arregla por sí mismo", dijo Anderson en cierto momento, lleno de ira, justo cuando su privada habitación de significaciones comenzó a oscurecerse de una forma bien diríamos que avasalladora. "Él tiene algo que tú nunca tendrás", aseguró, por su parte, el señor Frank, a manera de respuesta. "¿Qué?, si se puede saber". "Corazón. Ya sabes, siempre lo he dicho, los mejores reflejos de la vida e incluso de lo que somos en lo más profundo, descansan en todas y cada una de las nervaduras del corazón. Soy un asesino, como tú, y tengo, en esa medida, mi espíritu y mis manos llenas de sangre, pero esto que te acabo de contar es una de esa cosas que jamás podré negar. Una de esas verdades a las que el alma no puede escapar".

Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, aseguró en su momento el famoso filósofo, lingüista y lógico Ludwig Wittgenstein. Pues bien, si hacemos por un momento el experimento mental de entender el lenguaje como el universo de significaciones que nos conforman, como aquel tejido que compartimos y actualizamos socialmente cada día y cuya armazón personal es, por lo menos en gran parte, configurada, o izada cual bandera absoluta, por nuestra propia subjetividad, tendremos, por tanto, que los arquetipos sobre los cuales usualmente se armaban las significaciones de Anderson Larkin, se encontraban totalmente carentes de empatía, de humanidad, incluso. Las significaciones de Anderson, de hecho, se hallaban ancladas en la compleja isla de la envidia, una isla continuamente abatida por marejadas de espesas intensidades emocionales, una isla abatida por los latidos más fuertes del corazón. Recordemos, de igual forma, que ninguna significación existe por sí sola, cada una está ligada a otra, y para rematar, y hacer la cosa más complicada, cada significación humana se halla atada a nuestros propios sentimientos. Y es que, dicen por ahí, en algún incierto recodo de la existencia, que hay emociones que de cuando en cuando van ensombreciendo cada vez más y más la compleja cadena de las significaciones con las que examinamos un hecho en particular.

Entonces, no es nada del otro mundo que digamos que, de repente, en aquella oficina que mencionamos hace poco, no fue precisamente el reflejo del corazón sino de una noche sombría y malsana y con cierta esencia a sándalo, la que embriagó los sentidos de un hombre perdido dentro de sí mismo, con la fuerza de un sentimiento mal dirigido, con la fuerza de la significación que se oscurece en su propia cadena significativa, con la fuerza de la humanidad que se extravía a sí misma dentro de los confines de una minúscula parcela de existencia.

Anderson Larkin, de un instante a otro, se hizo con un revólver y le disparó, en un arrebato de ira, de enfermo delirio de orgullo herido, seis veces, a su propio padre.

Entretanto, no muy lejos de allí, en el bode remoto de un presentimiento que luchaba con el tiempo para poder llegar a la memoria, o quizás al corazón, la esposa del señor Frank Larkin se dirigió, tras dejar caer una copa a medio llenar de vino que mantenía en una de sus manos, a la oficina de su esposo. Allí, lo encontró a él tendido en un charco de su propia sangre. Aquel hombre lucía exánime y muy cerca de aquel se encontraba su hijo mayor, también hijo de aquella mujer que acababa de presentarse en aquella oficina, con un arma de fuego en una de sus manos. Los ojos de aquella mujer eran los vivos ojos del terror, del desconcierto y de una agonía subjetiva que reventaba de golpe todas y cada una de sus propias significaciones internas. Ella le gritó a Anderson que qué había hecho, mientras su aura se tornaba recriminatoria, condenatoria, incluso. Sentimientos que tardaron y en ocupar de mala forma el alma de aquel hombre que sostenía un revolver en una de sus manos.

De las inercias de la piel a un mar de constelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora