Los guardias me guían hacia otro lugar del palacio. En lugar de llevarme junto al resto de chicas. No hay excesiva seguridad a mi alrededor, pero seguro que hay guardias vigilando los muros de palacio. Me guían hasta una pequeña habitación en una zona bastante apartada del palacio, quizás donde se hospeda la servidumbre. La habitación es tan sencilla y pequeña que podría ser una celda de prisión. La pequeña y a largada ventana está pegada al techo, la cabeza de un humano adulto no cabría por el hueco. Una cama y una mesilla son la única decoración de la habitación.
La mujer me señala la cama, y me siento en ella, sintiendo la dureza del colchón bajo mi culo. En esta época y, más concretamente por esta zona, los colchones están rellenos de hojas de palmera. Egipto no destaca mucho por su gran abundancia en árboles por lo que tener una habitación con muebles de madera es un lujo, reservado, en este caso, para la servidumbre del faraón. O, al menos, para los que viven en palacio.
Un hombre asoma por la puerta. El señor en cuestión es alto y delgado, casi tan delicado como una pompa de jabón. Demasiado desgarbado para mi gusto. Es la persona más anciana que he visto hasta ahora por lo que, como si una bombilla se activara en mi mente, siento respeto hacia él, quizás debido a su edad y aire autoritario que lo acompaña. Sus ojos inexpresivos me observan mientras entra en la habitación. Tiene la cabeza rapada, profundas arrugas en las esquinas de sus ojos y viste un traje parecido al mío.
Coloca la palma de su mano sobre mi cabeza, y cierra los ojos, como si entrara en una especie de trance. Frunzo el ceño con confusión, este hombre que está tocándome la cabeza como si pudiera leerme el pensamiento debe ser un sacerdote. Tienen muchísimas funciones, y si está aquí es porque es de la confianza del faraón. Según la historia que conozco, hasta el momento, Tutmosis III tienen que andarse con cuidado con esta gente. Los sacerdotes son muy geniales si están de tu lado, pero te pueden dar una patada en las pelotas si se posicionan en tu contra.
Estoy muy en desventaja aquí, por lo que me relajo y disfruto. Más o menos.
-¿De dónde vienes? -pregunta el hombre.
Me encojo de hombros, y me doy cuenta de que el sacerdote no comprende eso como una respuesta.
-No lo recuerdo -respondo con tranquilidad-. Desperté aquí.
El hombre mantiene los ojos cerrados por encima de mí, aunque su expresión se crispa. ¿Alguien sabe algo? Quizás vieron cómo llegué aquí. Tal vez una nebulosa mágica o una maquina del tiempo... o algo así. ¿Un portal, quizás?
-Eres afortunada entonces -asegura-. No hay mejor despertar que el de aquellos que lo hacen amparados por el lujo.
Frunzo el ceño de nuevo. Hasta los ricos tienen problemas, creedme. De hecho, que se lo digan al pequeño Tutmosis, que no estaba destinado a reinar si no hubiera sido por su padre, que se murió antes de tener un hijo con quien debía y no con quien quería. Pero en fin, ya veremos a dónde me lleva esta excursión.
-¿Naciste aquí? -pregunta el sacerdote.
Me muerdo el labio mientras pienso en mi versión de los hechos. Alguien dijo alguna vez, creo, y si no me da igual, que la mejor forma de mentir es decir la verdad. No tiene sentido pero voy a hacerle caso.
-Sí, en el Alto Egipto -respondo, rememorando que durante el reinado de Tutmosis III todavía seguían divididas.
Me pregunto si la regente estará por aquí, lo dudo, porque Tut, para los amigos de ahora en adelante, parecía bastante crecido cuando lo he visto. Pero... la madrastra puede seguir por ahí. Si tengo suerte hasta puede que la vea. ¡Y la conozca! ¡Oh Dios mío! ¡Sería tan épico conocerla!
-¿En Uaset? -insiste el sacerdote.
-Sí -murmuro insegura, tratando de recordar que Uaset es en la actualidad conocida como Tebas, aunque ese nombre se lo dieron los griegos. En fin, cosas de los idiomas.
El hombre retira sus manos de mi cabeza, y me siento aliviada. Las perlas de sudor ya están comenzando a adornar mi frente, las altas temperaturas son una realidad en mi día a día, aunque no me gusta demasiado.
-Te dejaremos un día o dos aquí. Antes de que decidamos qué hacer contigo -anuncia el sacerdote.
Asiento con lentitud, tratando de asimilar el mensaje. Básicamente me van a dejar aquí encerrada hasta que les plazca... No me gusta. Cierran la puerta tras de sí y me quedo sola.
Entender a esta gente me cuesta un poco, si las conversaciones se complican más voy a tener que usar mi instinto y comenzar a adivinar los significados de las palabras que no entiendo. Hablan egipcio antiguo, es una lengua muerta y tal pero... A ver, hay gente que habla latín, ¿vale? No es tan raro. Lo único que se me da fatal son leer jeroglíficos, no es un delito. De hecho, lo odio, no lo entiendo, no le veo sentido. Es como leer emojis, solo que no hay caras humanas por ningún lado.
Me quito las sandalias y me subo a la cama para observar por la pequeña ventana. Lamentablemente, poco veo a través del hueco, solo algún que otro edificio más allá, quizás un templo o un lugar para los animales, no lo puedo saber desde aquí. Me vuelvo a sentar en la cama y suspiro mientras tomo mi ropa empapada y comiendo a estilarla para colgarla donde me sea posible. Me gustaría volver a ponérmela en cuanto vea una oportunidad para ello. Es muy divertido disfrazarse pero... prueba a buscar el camino de vuelta a casa con un vestido de estos y unas sandalias más bien rudimentarias. Me las vuelvo a poner de todas formas y vacío mi bandolera sobre una mesita de metal que hay en la habitación. Caramelos para endulzar mi estancia aquí, pañuelos para limpiar... algo o secarme las lágrimas cuando llore, digo yo. Grabadora, bolígrafo, compresa, aspirinas y un pequeño bote de crema solar factor 50 porque el universo no puede aguantar mi cegador brillo pálido.
Hago un repaso de todo lo que ha pasado a lo largo del día. Realmente no sé si he llegado a la misma hora en la que yo estaba antes de despertar. ¿Cuánto se tarda en viajar en el tiempo? Son tantas preguntas que siento que me va a explotar la cabeza, aunque la oscuridad de la habitación me ayuda a adivinar más o menos el momento del día. Espero que no me dejen a oscuras y alguien se digne a encender la lámpara de aceite que reposa sobre la mesilla de noche. O eso o lo de estar a oscuras forma parte de mi cautiverio, como una forma de torturar a los intrusos.
Escucho a alguien abrir la puerta desde el otro lado, y una chica vestida con otro traje blanco aparece allí. Tiene el pelo castaño y unos ojos marrones con aspecto gatuno, quizás por la línea negra que los adorna. Su cara es inexpresiva, no muestra ningún tipo de emoción al verme. Simplemente se agacha, toma la bandeja de metal del suelo y entra en la habitación.
-La cena -explica, con muchísima simpleza, dejándola sobre la cama, dado que la mesilla de noche está repleta de mis cosas.
Se gira un momento y enciende la lámpara de aceite, que tan solo consiste en una vasija de barro con una mecha gorda en el centro.
-Te doy estos... -busco la palabra caramelos en mi mente pero no encuentro una traducción para ellos-. Dulces si me dejas salir de aquí.
Le extiendo los caramelos de colores envueltos en pequeños trozos de plástico por lo que mi madre me echaría una buena bronca. El plástico es malo, y mi madre me lo hace saber con frecuencia.
-Son tan dulces... -añado con deseo.
La chica observa los pequeños manjares que yacen en mis manos, sus ojos marrones brillan a la tenue y cálida luz de la vela. Casi la convenzo, casi. Ella se endereza, niega con la cabeza y se dirige hacia la puerta.
-Volveré a por la bandeja -dice antes de cerrar la puerta a sus espaldas, haciendo titilar la llama de la vela.
-¿Y si tengo que hacer pis? -grito hacia la puerta.
Y nadie responde.
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LA HIJA DEL TIEMPO (ANTIGUO EGIPTO)
Teen Fiction4ª PARTE DE LA SAGA "LAS HIJAS DEL TIEMPO" Valentina Adams, de 19 años, viaja con su madre a una parte de Egipto para ayudarla en su expedición arqueológica. Val quiere seguir los pasos de su madre. Lo malo es que las tumbas suelen tener trampas y...