Capítulo 40

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Recobro el conocimiento bruscamente. Tengo el vello de la nuca y de los brazos erizado por el frío que me ha provocado el cubo de agua que acaban de vaciar sobre mi cabeza. Intento apartarme el pelo de la cara, sin embargo no puedo mover las manos de detrás de la espalda. Forcejeo en vano, pues la cuerda que las mantiene unidas me quema la piel. Tampoco puedo ver —parece que me han puesto una venda en los ojos— ni apenas respirar debido a la mordaza. Echo la cabeza atrás antes de recibir la primera tanda de golpes, trabajando sobre todo unas costillas ya de por sí maltrechas. No sé ni de donde llegan los golpes, pero sí me doy cuenta de que no son puñetazos normales, es con cualquier tipo de barra, seguramente un bate de baseball. Consiguen dejarme sin respiración, tampoco puedo gritar por el dolor, tengo que conformarme con gruñir.

No hay que pensar mucho para conseguir las respuestas a todas las preguntas que se formulan en mi mente. Estoy, aparentemente, secuestrada; lo peor no es que me vayan a matar, es el recuerdo que dejaré a aquellos que conocieron cada parte de mí. Espero que acabe rápido y que no tenga que sufrir demasiado, aunque lo dudo si mis sospechas sobre el responsable de esto están en lo cierto, y estoy bastante segura de tener razón.

No quiero ni pensar en lo que podrían hacerme, a mi lado, lo que presencié en el sótano de la mansión, se quedarían como simples cosquillas. ¿Le harían a Alex dispararme? ¿Sería capaz de hacerle pasar por lo mismo que a mí? Claro que sería capaz, es un maldito sádico, estoy segura de que ya lo tiene todo planeado.

— Suficiente —una voz dura me saca de mis pensamientos.

Me quitan la venda de los ojos y la mordaza; al menos puedo coger aire, lo que no sé si es peor, porque me duele al hinchar los pulmones. Ya había reconocido su voz, pero verlo me produce náuseas. Igual que saber dónde estoy. Estoy en su sótano. En una sala igual a la que me incitó a matar a aquel hombre, si no la misma, con la diferencia que no tiene plástico por ningún lado. Al parecer no le importa tener que limpiar todo esto después. Le escupo la sangre que se acumula en mi boca. Me dirige una mirada de desprecio que contrasta con la falsa sonrisa.

— Tan joven y tan necia —se limpia la cara con un pañuelo—. Te lo advertí, te dije lo mejor para ti y aun así...

— Volví a arreglar algunas cosas —digo con esfuerzo.

— Nunca te fuiste, Sanders —me quedo de piedra al oír eso—. Sí, sé quién eres —confirma mis temores—, pero verás, hay algo que se me escapa: cómo te metiste en la policía. Una pandillera no llega aquí como lo hiciste tú sola. Ni siquiera tus amigos saben más allá de la pelea de instituto.

— No sé de dónde te has sacado eso, pero quien te lo haya dicho, miente.

— ¿Crees que he llegado hasta aquí sin comprobar mi información? No, niña, no soy estúpido. Voy a darte una última oportunidad: dime cómo conseguiste todo esto y será rápido. Ya me has dado demasiados problemas —uno de los matones saca su pistola.

Es la primera vez que consigo apartar la vista de Ronald Moore. Está flanqueado por un par de hombres altos y anchos de espaldas con armas ocultas dentro de las chaquetas americanas azules marino. Como siempre, en realidad. Al menos no tienen una sierra.

Tengo las muñecas en carne viva, aunque he conseguido aflojar el nudo bastante; Moore no esperaba que el entrenamiento también tuviera cosas tan prácticas como esta. Me duelen las muñecas, y es bastante complicado continuar moviéndolas para deshacer por completo las ataduras. Mantengo su mirada en silencio, intentado encontrar las palabras adecuadas. Tengo que distraerle lo suficiente para que no se note lo que estoy haciendo.

— ¿No te da asco mirarte cada día en el espejo? ¿Ver esas manos manchadas de tanta sangre? Mataste a Sarah Evans —la que fue novia de Alexander— y a la madre de tu hijo sólo por tu estúpida teoría de no tener un punto débil.

Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora