Capítulo 42

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Cojo un taxi al hospital y me guían en cuanto me identifico en el mostrador de entrada hasta una sala grande y bastante fría, y no sólo en temperatura. Hay un fuerte olor a desinfectante que parece formar parte del lugar, como si no fuese lo mismo sin ese detalle. Sé perfectamente dónde estoy y por ello mi mente se obliga a divagar en detalles como éste o como en la cantidad de luces fluorescentes que hay y las pocas que están encendidas. No quiero pensar en la verdadera razón. No aquí, con gente delante.

Alzo la barbilla con orgullo al llegar a una pared llena de recuadros plateados de donde parece provenir el aire frío que hace que se me erice la piel, aunque juraría que no es sólo por eso. Reprimo mis sentimientos una vez más —ya he llorado suficiente en el avión, aprovechando que la gente dormía— y asiento al médico que me ha acompañado para que abra una de estas pequeñas y siniestras neveras. Abre la puerta y desliza una especie de bandeja con un cuerpecito tapado con una sábana blanca. Hincho los pulmones, intentado prepararme para lo que viene a continuación. Con cuidado, la baja lentamente hasta descubrir la cara de una dulce niña de seis años. El problema es que no es como debería ser, sino tan pálido que parece casi transparente, con los labios azules y las mejillas hundidas, resaltando sus pómulos. Incluso su pelo, antaño dorado, se ha caído en su mayoría y lo poco que le queda ha perdido todo el brillo. No sabía que la quimioterapia había sido tan invasiva. La abandoné. Me fui cuando me necesitaba.

Tengo que morderme el labio para reprimir el torrente de sensaciones que me inunda. Siento pena por ella, por supuesto que no se lo merecía, pero siento que, de alguna forma, todo esto es mi culpa. Si hubiera estado a su lado habría sido distinto, no habría consentido que continuaran haciéndola daño, quizá podría haber mejorado de otra forma, haber probado el nuevo tratamiento. No haber muerto.

Ya no hay rastro del orgullo de antes. Agacho la cabeza y me doy la vuelta; no puedo soportar ver más esa imagen, así que salgo por mi cuenta de la morgue.

En el pasillo, me encuentro a Tom, que tiene un claro rumbo en mi dirección. Espero que no se me acerque, porque tengo verdaderas ganas de darle un puñetazo en plena cara y no sé si podré contenerme. ¿A quién quiero engañar? No tengo ni ánimos ni fuerzas para hacerlo, y si hay alguien a quien odiar aquí, es a mí. Tal y como pensaba, llega hasta mí para envolverme con sus brazos, sujetándome cuando siento que las piernas no quieren trabajar más y los ojos se llenan de lágrimas otra vez. Apenas soy consciente de lo que ocurre con mi cuerpo, sé que nos mantenemos así hasta que consigo calmarme y dejar de llorar y andamos por una zona del hospital que no conocía, debe ser una zona reservada para el personal, ya que no hay nadie que no esté vestido con el uniforme del lugar. Acabamos en su consulta, como siempre, y me lleva a la camilla para tomarme la tensión. Yo sólo me dejo hacer, obedezco sus órdenes sin pensarlas siquiera, y no es hasta que siento la presión del brazalete médico que me doy cuenta de lo que está sucediendo a mi alrededor. Y no quiero que sea así, quiero continuar en mi estado anterior, al menos así no dolía tanto.

— ¿Cómo pasó? —me fuerzo a hablar.

— Rápido —responde—. ¿Tú te encuentras bien?

— ¿Dolió? —ignoro su pregunta.

— No. ¿Qué tal llevas la herida?

— Me vendría bien ayuda para...ya sabes, el...

— Alice, sabes que te ayudaré en todo lo que quieras, pero ahora necesito que me escuches, porque no te dejaré salir hasta que me asegure de que estás bien. ¿Entendido? —asiento casi a regañadientes.

Me toma la tensión y me hace algunas pruebas que no llego a entender del todo, aunque tampoco pongo interés. Yo estoy bien, o todo lo bien que podría estar en mi situación.

Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora