Gatos de mala suerte

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—¡Corre! —me grita Max por encima del estruendo de las sirenas. La policía está pisándonos los talones. Miro hacia atrás para ver si mi amigo está ahí. Es bajito y medio torpe, pero me sigue el paso haciendo un gran esfuerzo.

Ambos corremos por la ciudad a toda velocidad, la gente nos esquiva, a otra la empujamos para que nos deje pasar. Entramos en un callejón y nos quedamos quietos, escondidos en la penumbra, hasta que vemos el coche de la policía pasar y después a los oficiales que nos seguían corriendo.

Suspiro y me limpio el sudor de la frente. Miro a Max con rabia, apretando los dientes. Él ríe y saca la mercancía de su chaqueta.

—¿En qué carajo estabas pensando? —le pregunto enfadado—. No me ha dado tiempo a reaccionar. ¡Podrían habernos pillado!

Respiro agitadamente intentando llenar mis pulmones del aire necesario.

Se saca las bandejas de carne y los plátanos que acaba de robar del supermercado, de la chaqueta. Yo hago lo mismo sacando otra bandeja de algo que cogí a ultima hora.

¡Oh! Champiñones.

Niego con la cabeza.

—No podemos seguir haciendo esto —le digo mientras me paso los dedos por el pelo, avergonzado.

—¿Por qué no? No somos más ladrones que esos políticos tan ricos y sinvergüenzas en los que confiamos. Tenemos hambre, no nos dan trabajo, esta es la única solución. Pides trabajo te mandan al diablo, no encuentro otra manera, y además no lastimamos a nadie.

Sí, es la única solución. Somos el escalón más bajo de la sociedad. No tenemos trabajo ni una posibilidad, nada. Le pego un puñetazo leve en el brazo para que se levante.

—Será mejor que nos vayamos a casa. —Me pongo de pie a duras penas. Las heridas del enfrentamiento que tuve la semana pasada con un guarda de otro supermercado aún están latentes en mí. Me pilló en pleno robo y me tuve que escapar como pude.

Max mira las bandejas con la jugosa carne como si fuese un manjar, solo le falta babear.

Llevamos dos días sin comer nada. También mi boca comienza a salivar al mirarla.

Somos dos sobrevivientes.

Caminamos con cuidado, escondiendo lo robado en nuestras chaquetas, hasta que llegamos a casa, mejor dicho en un ático, bodega. El lugar perfecto para nosotros. Nunca pensé que volvería a este lugar. Después de todo lo que pasó, nunca pensé que mi vida iba a ser de esta manera. Robando para poder comer e intentando vender mis fotografías en una de las  plazas más importantes, llena de turistas.

Entramos y Max se dirige a todo correr a la cocina, para empezar a cocinar la carne.

Cierro la puerta detrás de mí.

—No la hagas toda, nos tiene que durar al menos cuatro días —le digo antes de irme a mi cuarto.

Mi cuarto es el más grande de la casa, si se le puede llamar grande, claro. Solo hay una pequeña cama al lado de la pared y una minúscula ventana que tiene unas maravillosas vistas a un desaguace. Intento no asomarme mucho para no deprimirme más.

Toda mi habitación está llena de gatos. Un recuerdo de mi tío. Lo último que escuché de él es que se pegó un tiro en la cárcel hace cinco años, problemas con drogas y otros reclusos. Me hubiese gustado hablar con él una última vez. Sí, era un monstruo, pero al menos me crio, cosa que mis padres no hicieron.

Suspiro y camino hacia la pequeña habitación contigua a la mía, corro las cortinas y ahí está, mi pequeño paraíso dentro de toda esta mierda. Mi cuarto oscuro. Mi cámara y mis fotografías. La única cosa que mis padres adoptivos me regalaron. Me trataron muy bien durante unos años después de la adopción, me compraron la cámara, muy costosa por cierto, me llevaron a las clases de baile que tan duramente les pedí. Hasta que ella, Isobel, milagrosamente se quedó embarazada gracias a un tratamiento médico.

Y en ese momento me volví invisible para ellos. Todo era para su hijo biológico, yo no importaba más. A los dieciséis me harté de todo eso. De estar de perrito faldero de su hijo, de estar como si fuese un mueble más. Ni siquiera me dirigían la palabra. Así que un día me colgué una mochila al hombro con todas mis pertenencias más preciadas y me escapé de la casa. Ni siquiera me buscaron o llamaron a la policía para averiguar mi paradero. Seguramente estuvieron aliviados de que me quitara del medio por mí mismo y les ahorrase el trabajo de deshacerse de mí.

Cierro las cortinas y comienzo a revelar las últimas fotos que he realizado. Me gusta salir por el día a pasear por la ciudad para fotografiar su belleza y la de las personas que habitan en ella.

Un puente, un vagabundo de mirada triste, una pareja que se reencuentra. Todo va tomando forma ante mis ojos. Esos momentos nunca morirán, siempre serán inmortales en estas fotografías. Cuando acabo mi tarea, salgo de la sala para colocar las fotografías en mi escritorio, preparadas para venderlas mañana.

Y como siempre que me acerco al escritorio, ella capta mi mirada. Una preciosa niña, casi mujer, de oscuros ojos y oscuro pelo me sonríe con un viejo vestido lila puesto desde una enorme foto. Posando para mí como si de una modelo profesional se tratase. Entorno los ojos y una sonrisilla se extiende por mi rostro.

Natalie.

Hago lo que puedo para cumplir la promesa que le hice, pero se hace más y más difícil con el paso del tiempo. Lo único que sé de ella es lo poco que me contaron las monjas cuando fui hace cinco años de nuevo al orfanato, cansado prácticamente de ir casa por casa con su foto preguntando por ella y cansado de poner anuncios sin parar en periódicos con el poco dinero que conseguía haciendo algunos trabajos malos. La madre Clarisa había envejecido horrores y me dijo que vivía feliz con una buena familia. Pero se negó a decirme el nombre de la familia por más que le rogué. Esa vieja amargada.

Casi he perdido la esperanza de volverla a encontrar algún día. El olor de la carne hace que aparte la mirada de sus fotografías y corra hacia la cocina, donde Max come sin parar.

Lo conocí en la calle, justo después de escaparme de casa. Sus padres lo abandonaron y había pasado toda su infancia allí, ayudado por varios vagabundos y huyendo de los servicios sociales y las autoridades. Me defendió la primera noche que nos conocimos de un asalto, me compartió de su comida, me dio asilo en su refugio. Muy probablemente estaría muerto si no fuera por él.  Éramos tan parecidos que enseguida congeniamos a la perfección.

Pasamos muchos días durmiendo en la calle, pero estábamos contentos de hacernos compañía mutuamente. Gracias a algo de dinero que le robé a esa familia, y alguna que otra venta de mis fotografías, pudimos alquilar esta casa. No es mucho lo que gano, pero al menos con eso podemos tener un hogar. Lo malo es que apenas nos alcanza para comer y los materiales para las fotografías no son baratos precisamente.

Me pongo a comer y él me mira riendo.

—Hoy comemos como reyes, ¿eh? Me siento hasta extraño por la sensación.

Río con él.

—Si, hoy nos fue bien.

Y aunque sabemos a la perfección la infinidad de placeres que deben de poder vivir otras personas y lo bien que vivirán las familias corrientes por igual, nosotros estamos contentos por poder comer al menos esta noche. Somos chicos prácticos y no nos aferramos a lo que no está a nuestro alcance.

Regreso a mi cuarto cuando acabamos y me acuesto. Me pongo la almohada en la cabeza para intentar ahogar los ruidos de las voces de los vecinos borrachos, que discuten. Odio vivir aquí, en serio que lo odio. Intento dormirme pensando en que mañana, como cada día, tendré otra oportunidad para vender fotografías y poder ir saliendo poco a poco de este horrible agujero.

El amuleto León GoretzkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora