La calabaza de oro y el principe encantado

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Nunca imaginé que haría las maletas tan pronto y abandonaría esa casa. De hecho, nunca pensé que lo iba a hacer. Se supone que debería sentir añoranza por ella, prácticamente he vivido la mitad de mi vida en ese feo lugar, pero sinceramente ni Max ni yo derramamos una sola lágrima mientras el taxi nos lleva a nuestro nuevo loft . Cuando el taxi nos deja en la puerta del edificio, ambos observamos embobados la construcción frente a nuestros ojos. Abrimos una pequeña puerta de hierro forjado y caminamos por el camino de entrada que está rodeado de varias clases de flores. Un portero se acerca apresurado cuando se da cuenta que hemos llegado y nos ayuda a subir las maletas.

Si por fuera el edificio es impresionante, por dentro creo que tardaré un tiempo en acostumbrarme. Aunque dicen que a lo bueno siempre nos acostumbramos pronto.

Es un piso enorme cuyas paredes son en su mayoría grandes cristaleras con vistas a donde solía vender mis fotografías. Qué ironía. Me acerco a ellas y veo a la gente caminando abajo como hormigas. Debemos de estar en una décima planta o más. Max corretea de un sitio a otro mientras chilla como un niño el día de navidad.

—¡Nos ha tocado la lotería! ¿Has visto estos sillones? —Se avienta con brusquedad sobre uno de los caros sofás tapizados de negro—. Y esa tele, ¡¿has visto esa tele?! Es genial.

—Sería difícil no verla —respondo sonriéndole. Nunca antes he visto una televisión más grande que esta.

El portero disimula una risita al ver a mi amigo de ese modo descontrolado y, tras despedirse, se marcha a su mostrador en la primera planta. Max y yo nos dedicamos a recorrer cada palmo del loft y nos quedamos cada vez más alucinados con cualquier cosa que vemos.

Max pronto elige habitación, así que no me queda más remedio que quedarme la restante. Sobra decir que ambas son maravillosas y muy modernas. Dejo mi maleta . Me siento expuesto con estas paredes de cristal. Una gran cama de madera blanca y edredón y sábanas negras preside la habitación. No exagero, la cama debe de medir más de dos metros de ancha. Me sorprendo al comprobar que tengo un grandísimo vestidor, casi del tamaño de la habitación, un cuarto de baño enorme, ducha de hidromasaje incluida, una gran televisión, diversos sillones, un escritorio y muchísimas cosas más.

Una sonrisa se expande por mi cara. Todo esto es mío. Rio de alegría. He luchado tanto, me he rebajado de tantas formas posibles para poder llegar a esto, que no puedo evitar emocionarme.

Regreso al comedor cuando logro calmarme, Max está embobado viendo la tele, con un gran plato de fruta variada en la mesita de cristal en frente de él.

—¿Lo primero que haces es comer? —Le robo una rodaja de kiwi de su plato y, justo cuando me siento a su lado, suena el timbre.

Ambos nos miramos extrañados, pero no me sorprende ver a Victoria cuando abro la puerta. Me abraza efusivamente unos segundos y la invito a pasar al interior.

—Guau, todo esto es fabuloso, León. Está claro que a mi padre no hay nadie que le gane buscando buenas casas.

—Le daré las gracias personalmente pasado mañana, en tu cumpleaños.

—¿Cuántos años, señora? —pregunta Max desde el sofá con la boca llena de fruta.

Victoria entrecierra los ojos fingiendo enfado.

—Eso nunca se le pregunta a una mujer, niño.

—Eso es siempre lo que contestan las mujeres viejas —le responde él, contraatacando.

No puedo evitar reír.

—Vamos, Max, no la hagas enfadar.

Ella finalmente suelta una sonrisilla y luego me mira.

El amuleto León GoretzkaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora