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Fue al atardecer del duodécimo día de viaje cuando avistamos las tropas enemigas.
Aún estábamos lejos, pero podía verse perfectamente su apostamiento a apenas dos millas del castillo de Alvheim. Eran muy numerosos, quizás unos nueve mil soldados, infantería, arqueros y jinetes.
Pero, nosotros éramos más.

Era evidente que no nos habían visto. Y, por ello, nos quedamos a una distancia prudencial, desde la que espiar sus movimientos.

Los generales Sahfar, Aresserin, Samirah y Aliata se reunieron una de aquellas largas y oscuras noches, en total secreto junto a mi hermano y a mí. ¿El objetivo? Diseñar un plan de ataque. Pese al número de hombres de los que disponíamos para la lucha, un espía infiltrado en el otro bando, nos había informado acerca de las armas de las que disponía el enemigo. Catapultas, elefantes y ballestas de gigantescas dimensiones.

Por ello, se nos ocurrió dividir el ejército, para no ser un blanco fácil que pudiesen destruir de un golpe.
Unos veinticinco mil efectivos harían de distracción para el ejército de Erwin. Leif y yo supusimos que pensarían que aquello era todo lo que teníamos. Pero, no. Haríamos un movimiento estratégico, similar a uno de los invencibles romanos, y otra división de los nuestros los sorprendería por detrás. La emboscada perfecta.

Mientras tanto, los restantes soldados, además del rey y yo, atacaríamos el castillo y derribaríamos sus defensas. Si eso no era posible, efectuaríamos un asedio. Apostándonos en cada entrada y salida del palacio hasta que ondeara la bandera blanca de la rendición.

El plan parecía bastante sencillo, y todos tenían la moral muy elevada aquella noche. Si funcionaba, recuperaríamos el castillo, el reino, el hogar... Todo lo que habíamos deseado con tanto fervor, se cumpliría.

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Aresserin- llamó el rey-. Tú dirigirás el escuadrón lobo. Los distraeréis mientras Aliata y el escuadrón lechuza los emboscarán por detrás- dijo, mientras movía unas figuras, aislando en el mapa a Erwin y su ejército de serpientes-. Tres cuartos de ellos se verán rodeados y tendrán que deponer las armas.

- Yo dirigiré el escuadrón león- hablé, colocando la figurita de madera con la forma del animal frente a la rudimentaria maqueta del castillo-. Samirah, vendrás conmigo, al igual que su Majestad. Ya allí, entraremos con unos quince hombres de guardia, y otros ochenta se quedarán patrullando por las dependencias. Podrán tomarse rehenes. Pero, no se les ajusticiará a no ser que no se rindan- todos los generales asintieron.

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Había llegado el día de la verdad. Sólo faltaban siete horas para el amanecer. Iwell dormía plácidamente en mi cama, pero yo, simplemente no me podía estar quieto. No con todo lo que estaba a punto de pasar.

Me levanté del lecho, procurando no despertar a mi novio; al que besé con suavidad antes de salir sigilosamente de la tienda. Comenzaba un ocho de septiembre templado y azul. El rocío caía sobre la hierba mientras el suave viento mecía las copas de los árboles.

Caminé sin rumbo fijo a través de tiendas y hogueras, en las que algunos soldados, viéndose en mi misma situación de insomnio, me saludaron. Mis ojos bicolor se me fueron hacia la penumbra, donde pude ver cómo Sahfar hablaba de algo con Aresserin, en árabe. Susurraban, así que no pude entender ni una palabra.
Cuando levantaron la mirada y me vieron, entraron con rapidez en su tienda. Fruncí el ceño, pero lo dejé correr.

Seguí caminando, hasta que mis pasos me llevaron al fin, a la tienda en la que mi real hermano dormía. Sabía que no debía hacerlo, pero aparté la tela de la entrada, y miré al interior con curiosidad. Leif yacía al fondo, en una cómoda cama. Aparentemente dormido. Y, sobre él, también dormida estaba... ¿Samirah?

Retrocedí, sorprendido. ¿Era ella de verdad? Volví a mirar y, en efecto, era mi fiel guardiana. ¿Acaso eran mis sospechas infundadas? Cierto era que había sido partícipe de las miradas que se echaban el uno al otro, pero, pensaba que eran imaginaciones mías. Ahora, estaba bien claro que no.

Después de soltar un largo suspiro, volví a mi tienda y me tumbé en la cama de nuevo. Sentí las manos de Iwell en mi cabello momentos después:

- ¿A dónde has ido?

- Tan sólo a caminar...

- ¿No podías dormir?- negué con la cabeza-. Irá bien... No me has contado el plan, pero estoy seguro de que...

- Samirah es la amante del rey- solté de improviso, y el muchacho moreno abrió la boca.

- ¿Qué? ¿Estás seguro, Arie?- preguntó-. Porque... Esa mujer no es de las que venden sus encantos, precisamente.

- Lo sé, pero...

- No pienses en ello. Son asuntos de tu hermano, no tuyos- lo miré con mis extraños ojos, brillantes por los nervios de la batalla, y él se sonrojó.

- ¿Qué pasa?- quise saber.

- No es nada- me puso la palma de la mano en la mejilla-. Arie, ¿estás...? ¿Tú... Me amas?- la pregunta me tomó totalmente desprevenido, y no supe qué contestar.

- Y-Yo...no lo sé- respondí, honestamente-. Pero, eres de las pocas personas que me importan en estos momentos. Y, desde luego, te tengo en un lugar muy especial de mi corazón...- lo miré, y él bajó la cabeza-. ¿Por qué lo preguntas?

- Quiero luchar a tu lado- solté un suspiro.

- Iwell... No quiero perderte. Y, además, esta no es tu guerra.

- ¡Claro que es mi guerra! ¡Gran parte de ella es culpa mía!

- No, no, no, no- cogí su rostro entre mis manos-. Eso no es cierto.

- Quiero compensar el daño que te hice. Te protegeré con mi vida si es necesario- ante sus palabras, tomé aire lenta y entrecortadamente.

- ¿Por qué haces esto? Apenas unas semanas ha, me odiabas. ¿Qué ha cambiado?

- Que ahora yo sí que te amo- frunció los labios Iwell, como a punto de llorar. Lo estreché entre mis brazos.

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Leif dio la señal. Poco a poco, y muy sigilosamente, los soldados tomaron diferentes caminos, con sus respectivos batallones y generales.
Nos despedimos y nos deseamos suerte unos a otros. Pues no había nada más que pudiésemos decirnos.

Wandering HeirWhere stories live. Discover now