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Me desperté entre cómodos almohadones de plumas y mantas bordadas. Parpadeé y me llevé una mano a la entrepierna. Ese malnacido... Aún me dolía mucho la patada. Me senté en la cama, y me vi dentro de lo que parecía una tienda de campaña. Me levanté y me lavé todo el cuerpo en una palangana de plata, con agua caliente.
Había ricas ropas y comida caliente encima de una mesa de madera tallada. Me vestí y comí como un jabato, sin prestar atención a mis modales. Hasta que...
Vi algo brillar sobre un escritorio. Me acerqué con la copa de vino en la mano y cogí el objeto en cuestión con la mano. Era una corona. De oro. Con valiosísimas piedras azules.
La miré, confundido. ¿Cómo había acabado yo...?

La respuesta a mi pregunta no tardó en aparecer. Y, cuando lo hizo, di un brinco:

- ¡Altessa!- un hombre de unos treinta años entró en la tienda sin llamar. Me giré, sorprendido por lo repentino de la situación. El hombre iba vestido como un soldado árabe. Con una bella armadura de hierro con dibujos de enredaderas y el cabello largo y negro recogido en miles de diminutas trenzas.
Me recordó un poco a... ¡No! ¡No me recordó a nadie!
El hombre hizo una reverencia tal, que su frente tocó el suelo.

- Levanta...- ordené, algo abochornado-. ¿Quién eres? ¿Y, mi hermano? ¿Dónde estamos?

- Yo Sahfar- se presentó, con un fuerte acento-. Yo llevo con rey- me indicó que lo siguiera.

- ...¿Rey?- mascullé sin comprender. ¿Acaso habíamos caído en manos de algún sultán o...? Salimos de la tienda y me quedé con la boca abierta. Un campamento inmenso se extendía hasta donde me alcanzaba la vista. Miles de tiendas, más pequeñas que la mía, la rodeaban. Como protegiéndola.

Muchos soldados, tanto hombres como mujeres, se me quedaron mirando e hicieron reverencias cuando pasaba. Yo aún sujetaba la corona en la mano con fuerza. Seguí al tal Sahfar hasta una tienda algo más grande que la mía, donde él se detuvo y me invitó a pasar.

Parpadeé y entré. Leif estaba de espaldas a mí y tosía espasmódicamente, sujetando un pañuelo contra su boca.

- ¿Leif...?- aventuré, y mi hermano se dio la vuelta, con el rostro cerúleo de pánico.

- ¡A-Arie!- el muchacho se escondió el pañuelo tras la espalda y sonrió con franqueza-. ¡Dios mío, has despertado!- anduvo hasta mí y me abrazó. El apretón no duró más de dos segundos. Después, se alejó de mí-. ¿Estás bien?- me pasé la mano por el cabello.

- Yo estoy bien... ¿Tú lo estás?- pregunté, preocupado por su tos.

- Tranquilo- me calmó-. Es sólo un catarro- aseguró; y yo le creí. Dejé escapar un suspiro y lo miré.

- ¿Tú también llevas coronita?- bromeé, haciendo que mi hermano se llevara una mano a la cabeza y se encogiese de hombros-. ¿Quién es toda esa gente, Leif?- señalé a fuera con el dedo.

- Es... Ven- el chico me guió hasta un sofá muy cómodo donde nos sentamos-. Te contaré algo...- se mordió el labio-. Verás. Cuando estuve prisionero en Alvheim... Hice un amigo. Se llamaba Cassim, y lo habían detenido cuando robaba una manzana para un niño. Lo que pasa es que este hombre era emisario del Sultán Ali Al-Sahlah de Arabia...

- Leif. Esto es muy interesante, pero...- protesté.

- Cállate un segundo, Arie- me mandó Leif, enarcando una ceja-. Bien. Pues, después de mucho esfuerzo, logró escapar. No preguntes como...- me cortó con un gesto-. Más, antes de irse, me prometió que... Llegado el momento, el sultán me recompensaría con dos quintas partes de su ejército para la guerra...

- ¿Los doscientos hombres que he contado fuera?

- Esos son solo una avanzadilla, Arie- habló Leif, claramente emocionado-. Su ejército es de ochocientos sesenta y cinco mil setecientos siete hombres y mujeres...

- Vaya- silbé-. Qué exactitud- Leif bufó.

- ¿Acaso eres demasiado ciego para verlo? Arie, hablamos de unos quinientos mil para derrocar a Erwin- asimilé toda aquella información lentamente.

- Muy bien... Y, ¿ahora eres el rey de esto o qué?- Leif suspiró, claramente fastidiado.

- Sí. Soy el rey ¿Es eso lo único en lo que piensas? ¿En el estúpido trono?

- Ahora que lo dices, no. Dónde está Iwell?- quise saber, levantándome del sofá.

- ...Te hizo daño- murmuró Leif, cansino.

- Puedo hacerme cargo de mí mismo- siseé-. No eres mi madre.

- Oh, sí. Ya vi como te hacías cargo... Desmayado en mis brazos cual damisela en apuros- picó, haciéndome saltar, agarrarlo del cuello y empotrarlo contra la pared (malas mentes out)

- ¿C-Cómo te atreves?- grité, rojo de vergüenza. Alertados por el ruido, unos soldados entraron a la tienda y yo solté a Leif de manera instantánea, respirando con calma. Me dirigí hacia la entrada, colorado, y bajo la juzgadora mirada de los soldados árabes.

- Eh, hermanito- me llamó Leif cuando estaba a punto de irme-. Ponte la corona- sonrió, divertido. Me puse el estúpido anillo de oro macizo sobre la frente y salí de allí.

Wandering HeirWhere stories live. Discover now