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Podía ver como Iwell trataba de soltar las fuertes ligaduras de sus muñecas, sin éxito. Sus manos estaban atadas a las riendas de un caballo lento; similar al que montaba el día que nos conocimos. Leif y yo íbamos al paso a ambos lados de él:

- ¿De verdad lo estás intentando? ¿No te entra en la mollera que no tienes manera de escapar?- recibí una odiosa mirada de su parte. Sus ojos, pese a ser del color más oscuro que jamás hubiese visto, brillaban. Llevaba el cabello marrón, casi negro, largo y despeinado.  Y, su tez morena le profería un aspecto salvaje y atractivo. Un porte muy poco común en Suecia, dónde los rayos del Sol apenas incidían en la tez de sus habitantes-. Eres un iluso.

- El iluso eres tú- dijo él, irguiéndose en la medida de lo posible en una pose de arrogancia aristocrática, propia de la sangre noble que corría por sus venas y, que antes no había dejado dislucir-. Si piensas que el rey no vendrá a buscarme.

- A ese rey  tuyo no le importas un comino, querido- inquirió Leif, con pompa-. Ese hombre no conoce el honor. No moverá un dedo para salvaguardar tu vida ahora que vuestra deuda está saldada.

- Es mi padre...

- No creo que eso le importe- seguí yo-. No viendo como mandó a unos sicarios a matar a su otro hijo.

- ¿Por qué me retenéis aquí entonces y, no me habéis enterrado vivo en el barro?- retó, y yo me pasé la lengua por los labios.

- No me tientes- le advertí.

- Mi hermano merece cobrar su venganza para contigo- Leif sonrió. Tenía la misma sonrisa que yo. Algo más cansada, pero tan inquebrantable como su espíritu. No me había dado cuenta de cuanto nos parecíamos ahora.

- ¿Será capaz?- el muchacho persa sonrió de medio lado.

- Cierra la boca- ordené a Iwell, entrecerrando los ojos por el fuerte reflejo del Sol en mi mirada bicolor. Noté que el chico me miraba más de una vez durante los primeros días.  Dolida, seria y anhelante cuando la ignoraba. Y, llena de odio y rencor cuando nuestros ojos se encontraban. No hablábamos apenas.

Estaba confuso. Hacía todo lo posible por ser cruel y desagradable con él. Pero, tan sólo parecía un niño enfurruñado. Y, yo sabía el porqué. Pero, jamás me lo admitiría a mí mismo. Únicamente cuando Iwell me hablaba con prepotencia o superioridad le soltaba yo un insulto o una bofetada. Aquel medio príncipe persa me estaba haciendo algo. No podía concentrarme en ser malo con él cuando sus orbes negros me atravesaban la nuca como lanzas en llamas.

No, no y no. Me repetía. Yo odiaba a es malnacido. Debía hacerle pagar; pero, viendo que no me era posible, me decanté por ignorarle dijese lo que dijese.

Por otra parte, Leif, mi hermano mayor comenzó a ganar peso. Dejaron de notarse sus costillas bajo la camisa y sus facciones se dulcificaron. Se afeitó, se cortó un poco el larguísimo cabello plateado y se lo apartó de la cara con una cinta de cuero. De nuevo, nos detuvimos en casa del sastre, que nos dio ropajes sobrios pero elegantes que ponernos. Esta vez, le pagamos; con el dinero que habíamos encontrado en las alforjas de Iwell. Dinero que era nuestro, en realidad. Lucimos sobre dichas prendas las pesadas cadenas de oro con el sol ardiente- emblema de nuestra familia-.

Nadie que se nos cruzase pondría en duda nuestra identidad o posición. Y, eso era justo lo que queríamos. "Que se corra la voz"  había dicho Leif "los príncipes de Alvheim están vivos y, retan al rey usurpador a la guerra por la soberanía de Suecia" Así lo comunicaron por todo el país.

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- ¿Hay alguna razón por la que no dirijas la palabra a Iwell desde hace semanas?- Leif tomó asiento junto a mí y, me quitó el muslo de pollo que estaba comiendo, dejándome a la mitad. Me limpié los dedos en la hierba.

- ¿Debo acaso tener una razón para ello?- enarqué una ceja. Él suspiró y dirigió su mirada a la improvisada fogata frente a nosotros.

- Supongo que no me incumbe, pero...- comenzó, mirándome; pero, yo lo interrumpí.

- Exacto, no te incumbe, Leifrerin- me pasé una mano por el pelo rubio y miré enfrente de mí. Iwell dormía arropado por mi capa de piel de lobo dorada. Tenía las manos sujetas tras la espalda, más no parecía incómodo. En general, no lo había oído emitir una queja en todo el viaje, desde que dejamos atrás Alvheim.

Ahora estaba profundamente dormido. Lo sabía por su respiración acompasada. Lo sabía porque no había habido noche en que no lo mirara durante horas, cuando sabía que él no podía verme. Mi hermano me observó durante unos instantes antes de hablar de nuevo.

- Ya comprendo- parpadeé, y me giré hacia él.

- ¿Qué es lo que comprendes?- pregunté, algo confundido.

- Lo amas. ¿No es así, leoncito?- se me subieron los colores.

- No me llames así- pedí-. Sabes que lo detesto- Leif ignoró mis palabras deliberadamente.

- No niegas mi afirmación- frunció los labios, aguardando una negativa. Pero, yo solo me giré de nuevo hacia la hoguera; perdiéndose mis pensamientos en las crepitantes llamas.

- Negarlo sería estúpido. Lo superaré- aseguré, y se desató un incómodo silencio entre ambos. Mi hermano pareció dudar antes de hablar.

- Arie... Eso no es... No está permitido- me giré hacia él, enfadado.

- ¿Es eso lo único que tienes que decir? SÉ que no está permitido- exclamé-. Te he dicho que lo superaré.

- Quizás si conoces a una doncella, y te casas con ella... Se te pasará... Esto- propuso y yo hice rodar mis ojos en las cuencas.

- No me interesa para nada...- me corté a mí mismo-. ¿Sabes qué? Dejemos el tema- dicho esto, me tumbé de espaldas a él y me tapé con una manta de piel de penetrante olor. Leif soltó un largo suspiro y me miró con cariño. Después, se tumbó algo más allá para dormir. Observó las estrellas hasta que el sueño se lo llevó.

Instantes más tarde, Iwell abrió los ojos y, abrumado me miró. ¿De veras él...?  pensó y, el sonrojo ocupó todo su rostro.

Wandering HeirWhere stories live. Discover now