ERIN (II)

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Aquel día, cuando la puerta de su celda se abrió, Erin sintió como el estómago se le encogía. No sabía cuanto llevaba encerrada, la oscuridad que todavía la envolvía le había hecho perder la noción del tiempo. Todas y cada una de las veces que alguno de sus carceleros le había traído comida, ella se había negado a ingerirlo. Únicamente una vez se hubo atrevido a beber agua, no sin antes ver como el desconocido de turno lo hacía primero.

La luz blanca seguía cegándola cada vez que se filtraba a través de la puerta, y los ojos le lloraban sin que pudiera evitarlo. Se encontraba débil y mareada, pero no dijo nada al respecto.

— Levanta.

El chico la miró con un gesto que, desde su posición, Erin no supo identificar. Creyó ver lástima, pero la falta de alimentación era probable que la estuviera haciendo ver algo que no era. Notó como un par de manos fuertes la elevaban del suelo con cuidado y se mantenían firmes cuando sus piernas temblaron por el esfuerzo. Se encogió sobre sí misma y agachó la cabeza, tapando su rostro bajo una cascada de pelo castaño mugriento. Erin percibía con perfecta claridad el desagradable olor que desprendía, a causa del tiempo en cautiverio y el calor sofocante que parecía hacer en aquel lugar.

— ¿Puedes andar?

Erin levantó la mirada y asintió sin pronunciar ni una palabra. La sequedad en su garganta hacía que le doliera como si se hubiese tragado un puñado de clavos. Desconfiaba de todo aquel que se acercara mínimamente a ella, pero ¿qué otra cosa podía hacer que no fuera simplemente ceder a aquello? Bastante ahínco le estaba poniendo ya a la improvisada huelga de hambre.

En el fondo, no lo había pensado bien. ¿Pero quién podía pensar lógicamente estando secuestrada? Erin nunca había deslumbrado por derrochar un carácter fuerte; no era como Gal, pero no era ninguna cabeza hueca. Era consciente de que si el Krav no conseguía dar con ella pronto, podría pasarse siendo la moneda de cambio de sus secuestradores por mucho tiempo. Pero tampoco podían usarla constantemente como cebo si no querían mandar pistas de su paradero. «Tarde o temprano acabarán encontrándome», pensó para sí misma. El problema era que quizás cuando lo hicieran, su vida ya no valiera absolutamente nada.

Fuera de su sombría prisión, el pasillo era largo y brillante. A Erin le recordaba a un hospital, sólo que las instalaciones parecían viejas y derruidas. Como si se estuvieran cayendo a pedazos. Pero pese a su intento por inspeccionar lo que la rodeaba, pronto le taparon los ojos con una venda negra.

Caminar, en ese momento le pareció la peor de las ideas. Reculó asustada, intentando volver a la seguridad de su asquerosa celda —que ahora sabía que no lo era realmente— e intentó resistir las demandas del chico que tironeaba de ella como si fuera una mula.

— Meraki, no lo pongas más difícil, ¿quieres?

La súplica llegó a sus oídos, pero Erin se limitó a soltar un grito entre dientes y volver a revolverse. Las pocas fuerzas que le quedaban, sabía que las estaba malgastando con aquel forcejeo, pero de todas formas lo intentó. Con los pies descalzos, y el suelo resbaladizo, sintió como los ruinosos calcetines comenzaban a deslizarse por las baldosas.

— ¡Suéltame! — gritó desesperada. — ¡No voy a ir contigo!

Las palabras sonaron roncas y su voz le pareció estar distorsionada. Erin no se reconoció, pese a ser consciente de que había sido ella la que había hablado.

El sonido de un par de pasos llamó la atención de la muchacha, que perdió la concentración de lo que estaba haciendo y, con ella, el pobre forcejeo. Con una facilidad casi pasmosa, su acompañante la tomó por la cintura y como si fuera un saco de patatas la cargó al hombro.

La Bahía de los Condenados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora