JEVRÁ (I)

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El angustioso sonido de la sirena resonó con fuerza por todo Jevrá. La gente se movía de forma caótica de un lado a otro en busca de refugio. Un par de camionetas blindadas del Krav se movieron con rapidez por la calle principal, hacia el centro de la ciudad. Allí, un humo negro y espeso se alzaba con rapidez mientras las llamas lamían incesantes los cimientos de un edificio.

Nadie parecía saber cómo se había desatado el fuego, ni siquiera aquellos residentes que salían encorvados del interior. Con los rostros marcados por el hollín y con la garganta reseca de la inhalación de humo, tosían y se desplomaban en el pavimento en cuanto llegaban al exterior. Muchos tenían las ropas parcialmente quemadas, otros habían salido indemnes del infierno que se había desatada con rapidez en mitad de Jevrá.

El escuadrón de apoyo al salvamento, acotó la entrada a la zona y custodió la salida de los afectados, alejándoles del peligro. Mientras tanto, el equipo de salvamento intentaba moverse con rapidez por el edificio, sacando a los que estuvieran atrapados.

— Necesitamos ese avión cisterna ¡ya! — rugió la Teniente del escuadrón a uno de los aparatos de comunicación.

La gente corría de un lado a otro. Algunos alejándose a causa del pánico y, otros, acercándose por la preocupación. Los servicios sanitarios del Krav no daban a basto con todos los afectados, y algunos médicos de las instalaciones médicas más cercanas se acercaron a ayudar. Pero toda mano era poca para el caos que era la ciudad.

Dentro del edificio el calor era asfixiante. Las plantas más bajas estaban consumidas por el espeso humo que descendía de los pisos superiores, mientras que aquellas que estaban en lo más alto parecían todavía sobrevivir a las llamas. El equipo de salvamento ascendía con equipos anti-fuego, reduciendo las llamaradas que amenazaban con hacerlos arder sin clemencia. Pero por mucho camino que se abrían, dispersando el fuego exterior, las llamas ya estaban dentro de las paredes, ascendiendo con rapidez.

— Señor, creo que he visto a alguien atrapado. Permiso para ir a revisar.

La voz del soldado sonaba distorsionada, hueca, debido a la máscara anti humos.

— No tardes, Yates.

Su capitán, hizo un gesto y el resto del escuadrón siguió explorando el edificio. Mientras que el soldado Yates se quedaba inspeccionando la cuarta planta, oyó como sus compañeros conseguían abrir la puerta que daba a la azotea. Como su superior le había ordenado, se apresuró.

Creyó ver un cuerpo menudo tendido en el suelo. Pero, en ocasiones, la luz que reflejaba el fuego sobre su casco podía ocasionarte ver lo que no había. Se agachó y se movió casi gateando por el piso, sorteando a duras penas la poca visibilidad que existía.

— ¿Hay alguien ahí?

Alzó la voz, pero no obtuvo ninguna respuesta. Siguió adelante y pese a la seguridad que había tenido antes, se dio por vencido. Fuera lo que fuese lo que había visto, ya no estaba allí. Y, probablemente, nunca lo había estado. El soldado se incorporó levemente e inspeccionó la zona con la mirada. Estaba solo.

Confundido, volvió sobre sus pasos para continuar con la inspección. Apenas había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de las escaleras cuando sintió como unas manos se aferraban a él con fuerza.

— La chica... ayúdela.

El hombre, se desplomó instantes después de señalar una de las puertas de los apartamentos. Yates intentó reanimar al desconocido, llamándole y zarandeándole, pero no había nada que hacer. Si perdía más tiempo, no sólo perdería a un inocente, si no a dos. No tenía ni idea de si aquella chica seguiría viva o había acabado siendo consumida por la falta de oxígeno, pero tenía que comprobarlo.

La puerta estaba entreabierta y astillada, como si alguien hubiese salido de allí a golpes. Probablemente aquel pobre hombre. Dentro, el calor era incluso peor que fuera. Yates alzó la voz de nuevo, en busca de algún superviviente consciente, pero no recibió respuesta. El humo recorría cada resquicio de aquel austero y pequeño apartamento. Se agachó y palpó los escondrijos que encontró a su paso, como bajo la mesa del comedor. Continuó y tras repasar las dos habitaciones, volvió a internarse al estrecho pasillo. Fue entonces cuando se dio cuenta del agua.

Un gran charco se filtraba bajo la rendija de la puerta del baño. Yates golpeó con fuerza la estructura de madera y esta cedió, astillándose. Dentro de la bañera se encontraba una chica.

El soldado se apresuró a sacarla de dentro. Tenía el cabello oscuro y largo, sus facciones estaban en calma y no aparentaba más de veinte años. Yates no estaba seguro de si respiraba; le pareció ver como su pecho se hinchaba ligeramente cada cierto tiempo, pero por mucho que le buscaba el pulso no encontraba nada con aquellos guantes. Pese al estado del edificio y las llamas asolándole, se despojo de uno de ellos y tocó el cuello de la chica.

El pulso era débil. Yates imaginó que aquella chica, en un intento por sobrevivir, había estado sumergiéndose en el agua y usando su ropa como filtro para el humo. Pero después, aquello había dejado de funcionar. Inmediatamente, usó una de las mascarillas de oxígeno y se la colocó a la muchacha en la boca. Tenía que sacarla de allí cuanto antes.

Tomó en brazos a la desconocida y salió al apartamento. El cuerpo del hombre que le había avisado, ahora estaba siendo besado por las llamas, consumiéndole hasta las cenizas. La escena produjo una sensación de malestar a Yates, y apartó la mirada rápidamente. Usando las escaleras de incendios, salió del infierno con toda la presteza que pudo, cuidando que el fuego no se hiciera con la muchacha que llevaba en brazos.

En cuanto la Teniente al mando de la operación lo vio, varios sanitarios acudieron hasta Yates que dejó a la muchacha sobre una improvisada camilla. Se despojó de su equipo de seguridad y observó detenidamente a la muchacha.

— La encontré en una bañera. Un hombre me avisó, pero murió antes de que pudiera ayudarlo.

— ¿Había alguien más?

— No teniente, sólo la joven.

— ¿Sabemos quién es?

Preguntó la Teniente a una de las sanitarias que comprobaban las constantes vitales de la víctima. Su pulso era demasiado bajo y por las miradas que se intercambiaban, a Yates le pareció que su esfuerzo sería en vano.

— No lleva ningún tipo de identificación.

— Pero lleva una pulsera en la muñeca — señaló Yates, recordando el brazalete que había llamado su atención.

Los habitantes de Jevrá no tenían el suficiente dinero como para comprarse joyas como aquella. Los únicos complementos que podían permitirse llevar eran baratijas de titanio que atravesaban su piel en los lugares más sorprendentes.

— Teniente...

La voz de una de las sanitarias tembló tras mirar con detenimiento la pulsera que descansaba sobre la muñeca de la muchacha.

— ¿Este no es el emblema del...

— Del Gobernador. — terminó Yates.

— Mantengan a esa chica con vida — rugió la Teniente, escupiendo un par de órdenes más a unos soldados cercanos. Observó con detenimiento el rostro de aquella muchacha y se llevó el comunicador a los labios — Póngame con el Coronel Volk, creo que hemos encontrado a Eireann Meraki.

La Bahía de los Condenados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora