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    La semana siguiente salí de la oscuridad y del humo de mi habitación (aunque no de mi depresión) y continué buscando colegio, no quería pasar más tiempo encerrada en esa casa, intentaba no hundirme tanto, o al menos no tan rápido. Fui pasando por todos los colegios que habían cerca pero parecía inútil, en unos no podía matricularme para once (no encontré otra rectora amable), en otros me negaron rotundamente el cupo por ser mitad de año y otros me producían total desprecio y ganas de vomitar. El único colegio que me recibió fue el mismísimo colegio de Miraflores. No era la gran cosa, pero estudiar allí fue uno de los pequeños detalles que me llevaron a conocer a Mandy, la única responsable de mi presente, la que ha sentenciado mi destino.

Esta vez a mi hermana sí se le dio la gana de matricularme. El colegio quedaba a unas pocas cuadras de mi casa, era una construcción demasiado rara, que a mí me parecía como una mezcla entre mansion e iglesia. Era un solo bloque gris de cemento de tres pisos, la entrada principal estaba a la altura del segundo, para entrar habían dos escaleras que se extendían como si fueran un par de cuernos, tenía la apariencia como de una mansión de los tiempos de la segunda guerra mundial o algo así. Por dentro parecía una iglesia, tenía una baldosa verde brillante como sacada de un templo, en la mitad había un patio con plantas y una estatua de la virgen o algo así y a su alrededor estaban los corredores de paredes amarillas y los salones. Afuera había una especie de calle y unas canchas de fútbol. Nada interesante. El colegio no me gustó cuando lo vi por primera vez, mejor dicho, nunca me gustó, no olía a nada, no era lo que quería, no era lo que esperaba. Desde que entré tenía muy pocas expectativas, la verdad todo me daba igual, yo no era capaz de imaginar mi futuro, todo era demasiado incierto, no me cabía en la cabeza la idea de estar estudiando allí, de graduarme, de ser feliz.


Las desventajas de vivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora