Vistazo al futuro

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Reían. Estaba segura de eso. Los escuchaba incluso desde afuera; reían a todo pulmón: sus hermanos, sus padres... su hija; adentro la familia entera reía. Ellos reían... y ella estaba afuera, sola, con la vista puesta en el cielo; en la luna.

No es que no quisiera estar con ellos, como probablemente todos creían, sino que aun no se acostumbraba a la calidez de aquel hogar. Porque ya no lo sentía como suyo, porque sabía que su lugar, que su verdadero hogar, estaba en otra parte. Se había esforzado los últimos días por permanecer siempre dentro de casa, con sus hermanos, con sus padres, con su hija; pero ese día ya no lo había logrado; no había soportado sentarse frente a sus padres y verlos sonreír a todas horas, con la mirada puesta sobre el otro; no había soportado seguirlos mirando, cuando envidiaba su felicidad.

La luna brillaba con intensidad y las estrellas no cesaban de parpadear; el viento soplaba con delicadeza, dándole el respiro que ella había ansiado encontrar. Descansaba. Cerró los ojos, respiró hondo y, por un momento, creyó estar en su hogar; porque su mente la torturaba noche tras noche, con la imagen de un enorme jardín, uno en el que dos pequeños jugaban mientras sus padres los miraban; una imagen que no sería capaz de vivir una vez más.

Se preguntaba cuanto había pasado en el otro mundo desde su partida, cuantos días, semanas o incluso años, habían transcurrido ya.

Como si de un reflector se tratara, la luz blanquecina de la luna la rodeó y el viento dio un resoplido, dándole un vistazo hacia aquello que tanto ansiaba poder ver. Dándole un último vistazo a la vida que acababa de perder.

Lo veía caminar, merodeando cerca de la ventana de su habitación; no había pasado mucho, lo sabía porque su rostro lucía igual. Alguien rió y él se detuvo a mirar. Su hijo era quien reía. Caminaba en el jardín, tomado de la mano de una joven que resplandecía con intensidad, pero claro, la muchacha era una estrella. Una suave brisa le regaló una caricia y él cerró los ojos; casi pareció que podía verla.

-Está enamorado; tu hijo se enamoró de la estrella a la que alguna le tuviste celos.

Susan sonrió.

Miró a la luna, que en el otro mundo resplandecía igual que en el suyo, y se permitió ver lo que sucedería, lo que nunca vería y por lo que siempre desearía volver:

Rilian se casaría y la estrella de la que se había enamorado, abandonaría los cielos y se iría a su lado. Tendrían un pequeño, con los ojos de su abuela y la sonrisa de su madre. Pero un día, el pequeño se quedaría con su abuelo y sus padres se irían de paseo; una hermosa mujer se asomaría por entre el agua y caminaría por la orilla del mar, donde Rilian y su esposa descansaban.

Susan desearía poder estar ahí para consolarlo, para abrazarlo cuando la estrella falleciera y él se quedara solo; desearía poder retenerlo cuando él hubiera tomado la decisión de vengar la muerte de su esposa; desearía poder decirle que lo recapacitara y pensara en el pequeño que asustado lo miraba pegar de gritos.

Pero ella no estaría ahí; por mucho que lo deseara, no podría ser así. Por mucho que los quisiera, la benévola no podría consolar a su hijo.

Y cuando el príncipe desapareciera, entonces su hija volvería a casa. La princesa de Narnia -que en otro mundo descansaba-despertaría un día, iría a la escuela y se escaparía al lado de Eustace y su amiga, Jill; le contarían acerca de Narnia y buscarían la manera de entrar. Los buscarían los maestros y compañeros del colegio y ellos correrían; correrían porque no querían que sus padres les reprimieran sus acciones; correrían porque eso sería lo que deberían hacer.

Verían al león de nuevo. La princesa volvería a casa.

Cruzaría toda clase de peligro e iría a ciegas, buscando a alguien de quien ni siquiera su nombre sabía. Entonces lo encontraría, bajo tierra, volvería a ver el rostro de su hermano; pronunciaría su nombre y lo abrazaría; el príncipe al fin, vengaría su esposa. Correrían de vuelta a casa, a donde les habían dicho podrían encontrara al navegante. A su padre. Atravesarían la multitud de gente abarrotada a la orilla del mar, pero ya sería demasiado tarde.

-Al menos... pude verlos una vez más,- diría Caspian a sus hijos.- Leire, dile... dile a tu madre que la estaré esperando... en este o... en otro mundo,- pronunciaría con su último aliento, antes de cerrar los ojos para ya no volver a abrirlos.

Leire y Rilian llorarían su partida. La princesa levantaría la mirada y lo vería; al joven, convertido en hombre, del que se había enamorado; del aún seguía enamorada; al hombre que había crecido, viendo en los ojos de otra, a la bella princesa que un día lo había abandonado; al niño, convertido en hombre, que ahora tenía una familia; al joven que, un día, le prometió la esperaría.

La princesa sonreiría, pero sólo porque eso significaba valentía.

Volvería a casa y se lo diría a su madre; le contaría que su padre, el amor de su vida, se habría marchado con la promesa de que, algún día, volverían a verse. Y, aun y cuando trataran de consolarla, Susan se destrozaría; lloraría a más no poder y ni su hija la consolaría. Se permitiría llorar bajo la lluvia, cada que el cielo se lo permitiera, y pronunciaría el nombre de su amado al viento, con la esperanza de que su llamado llegará al más allá.

Negó con la cabeza y apartó la mirada de la luna. De aquello que el destino tenía preparado para ambos mundos.

Miró a la nada; a la sonrisa que en el rostro de su eterno enamorado se dibujaba.

-¿Cómo esta ella?- preguntó al aire Caspian.

-Feliz, creo; esta con la familia que siempre deseo conocer, después de todo.

Se escuchó a su hijo reír una vez más y Caspian abrió los ojos.

-Volverás,- no era una pregunta, ni una suposición, era una afirmación.

Ella asintió.

-Lo sé, pero no será pronto.

-Esperaré.

Sus manos tocaron su pecho, sintiendo, bajo su blusa, la cadena de la que colgaban ambos anillos, los anillos que alguna vez habían estado en sus dedo anular; los anillos en los que nadie nunca repararía y por los que nunca nadie sabría que Susan jamás estaría bien. Que la benévola aun sufria. Aquellos anillos: La promesa de que volverían a verse.

-Tú y yo, juntos...- se escuchó decir al rey.

-...en este y en otro mundo, ¿no es así?- complementó ella.

Ambos sonrieron.

La luna se ocultó detrás de una nube negra, una que no presagiaba buen tiempo, y ellos ya no fueron capaces de verse el uno al otro.

La puerta de la casa se abrió.

-Mamá, ¿estás bien?- Leire tocó su hombro.

Su mirada azul volvió a la luna, oculta detrás de la nube, dejando que sólo su luz saliera de entre la oscuridad. Miró ambos anillos colgando de su cuello y sonrió.

-Sí, ya estoy mucho mejor.- Dijo volviendo la mirada a su hija.

Una Historia Diferente: Susan Y CaspianDonde viven las historias. Descúbrelo ahora