PREFACIO:

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La partera tomó a la bebe entre sus brazos, dejando que la madre se desangrara sobre la cama. No había tiempo. Envolvió a la criatura en una de las pieles y rogó a los Dioses que la perdonaran por lo que estaba a punto de hacer.

Salió del castillo por uno de los pasadizos. El Rey no tardaría en darse cuenta de que su esposa había muerto y que su hija estaba perdida.

La mujer corrió con la bebe entre sus brazos hacia las afueras del palacio. Solo debía llegar a las calles del reino, y de ahí los hombres la transportarían hasta la aldea más cercana, y luego al bosque, donde abandonaría a esa criatura a su suerte. Lo lamentaba, ella seria castigada por eso, pero únicamente los Dioses sabían cuánto daño más podría causar el rey con este bebe entre sus garras.

Llegó a paso rápido a la salida de una taberna, donde se encontró con los hombres que la estaban obligando a cometer traición; eran los hijos del Reino del Este.

Uno de ellos la apresuró para que subiera a la carreta. Incluso los caballos que jalaban el coche se veían nerviosos esa noche.

La luna era grande y hermosa, con un color plateado que iluminaba todo, proyectando sombras y creando fantasmas dónde no los había.

Y en el bosque, donde no llegaba la luz de la luna, la oscuridad parecía tragárselo todo. Ahí es donde debía abandonar a la bebe.

No quería hacerlo, la debilidad iba invadiendo el blando corazón de la mujer. Sin embargo, sabía que si no lo hacía, esos hombres la matarían, incluso si volvía al reino e imploraba perdón, el rey la torturaría y asesinaría.

Al fin, la carreta se detuvo. La mujer apretó a la criatura fuerte un momento antes de que abrieran la cortina que la separaba del fría aire nocturno.

Uno de los hombres, el de barba y cabello rojo, la ayudó a bajar. Asegurándose de que sus manos no rozaran a la bebe, hasta los guerreros más fieros tenían miedo de esa clase de magia.

La partera abrazó a la bebe una última vez y se adentró en aquel sombrío lugar, que parecía querer tragarla a ella en aquella oscuridad infinita. El aire que soplaba desde el interior solo podía significar muerte.

La mujer recordó una de las leyendas del reino: Nadie que entrara salía con vida.

Era solamente una historia para hacer que los niños se comportaran bien. Nunca entres en el bosque o no lograras salir. Pero logró que la invadiera el miedo, haciéndola pensar cosas irracionales.

Abandonó a la bebe entre las ramas de los árboles que parecían observaban y se dio la vuelta antes de seguir alimentando aquella paranoia sin sentido. Quizá las hadas podrían aceptar a aquella bebe entre los suyos.

Antes de que pudiera tomar una respiración al salir del bosque, vio a sus compañeros de viaje sentados, demasiado quietos: muertos, se dio cuenta de que estaban muertos. Todos con la garganta cortada.

Ese había sido un trabajo limpio. Habían enviado a los guerreros de Élite del rey a llevarlo a cabo. Incluso alguien tan ignorante como ella lo sabía.

Miró a la luna una última vez, rogándole a la Diosa que mantuviera esa bebe a salvo. El aire frío que soplaba del bosque movía el cabello entrecano de la mujer.

Caminó hasta la carreta, desató a uno de los caballos y subió en él. Las herraduras del animal hacían ruido contra el camino despoblado. Debía llegar a la puerta del Sol y atravesarla, simplemente eso y estaría en el territorio del Este, donde había soldados tan fieros que incluso el rey del campo de la Luna no se atrevía a entrar en él.

La partera miró hacia atrás, ella se despedía de su antiguo hogar. Aquel lugar amparado por el Dios de las mareas y la Diosa de la luna. Elevando una oración a quien quisiera escucharla, para que esa bebe se mantuviera viva y algún día tomara el lugar que por derecho le correspondía.

El Último OráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora