CAPITULO 22.-

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Deméter dejó el arco sobre las rocas. Oculto entre los árboles, con una zona asegurada, era difícil que los atacaran. Podía sentir las sombras de Sairus por todo el lugar. El guerrero sopló aire caliente sobre sus manos.

Estaban sobre la mitad de la montaña, a unos cuantos metros del comienzo de las tierras de Lord Tahuer.

Llevaban tres días vigilando, pero no sucedía algo fuera de lo normal. Bostezó y se recargó sobre la hierba húmeda, mirando el forraje de los árboles, el cielo ahora despejado, después de la tormenta de la noche anterior.

― ¿Sabes?― dijo Deméter―. Esperaba que Gabriel me permitiera visitar la frontera con el Este...

Sairus lo miró, enarcando una oscura ceja, y sin pronunciar palabra, desvió la vista de nuevo hacia la casa del Lord.

Deméter suspiró y trató de cerrar los ojos para dormir un poco. Su compañero nunca dejaría que alguien más hiciera la guardia.

Le gustaría encender una fogata, pero eso llamaría la atención.

De todos los rincones del mundo, de todas las personas del reino, estaba atrapado ahí, hasta que descubrieran aquello que el príncipe tanto quería.

Cerró los ojos y pensó en su familia, su esposa y sus hijas, en un lugar de resguardo en las tierras del este. Los guerreros sabían de su familia, nadie más. Deméter era hijo de una familia noble, pero era la oveja descarriada, nadie lo quería, pues había sido de naturaleza rebelde. Su padre estaba avergonzado de él, tanto que le quitó su título de heredero para dárselo a su hermano. Le importaba poco. Tomó sus limitadas posesiones y se marchó de aquellas tierras para no volver. Fue ahí donde conoció a Yudei, la mujer más fuerte, comprensiva y amorosa con la que pudo haberse encontrado.

Deméter no necesitó el permiso de nadie para casarse con ella, y tiempo después tener a su primera hija.

Pero odiaba el hecho de no poderles dar una vida como la que merecían, pues viajaban de pueblo en pueblo, tratando de que él conservara algún empleo.

Él estaba dispuesto a tragarse su orgullo, y volver a las tierras de su padre, cuando vio que había una pelea en las calles del pueblo. Eran siete contra uno, y él apoyó al peleador solitario. Ese hombre era Gabriel.

Y nunca olvidaría la deuda de vida que tenía con él.

― ¿Es por tu familia?― preguntó Sairus.

― ¿Qué?― preguntó Deméter al abrir los ojos e incorporarse.

―Quieres ir al este.

―Si.

― ¿Es por tu familia?

―No, es por el clima.

Sairus frunció el ceño y ladeó la cabeza, haciendo que las marcas de quemaduras en su cuello se arrugaran.

― ¡Es por mi familia!― exclamó y sonrió―. Tienes que relajarte, hombre.

― ¿Era una broma?

Deméter asintió y miró hacia la casa del Lord.

― ¿Hay algún cambio?

Sairus negó un par de veces, se puso de pie y levantó uno de sus brazos. Un halcón aterrizó en él.

― ¿Cómo demonios lo haces? ¡El ave ni siquiera es tuya!

―Gabriel lo entrenó bien― respondió Sairus y quitó una nota de la pata del ave, para luego dejarla ir.

Abrió el pedazo de pergamino y lo leyó lentamente, para luego entregárselo. A menudo, Deméter olvidaba que Sairus no era igual que todos ellos, que no comprendía muchas cosas sobre las emociones humanas, ni la importancia de una familia, tampoco podía leer y comprender lo que las letras le decían.

El Último OráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora