Capítulo 30.-

948 141 20
                                    

El reflejo lo miraba de vuelta, mientras el hombre hacia lo posible por no ver en dirección al espejo. Levantó el brazo y con fuerza azotó su propia carne, sangre salpicando los viejos tapices de su habitación. Sabía que debía golpear más fuerte, pero la extremidad no lo permitía. Empapado en sudor frío, Gendir cayó de rodillas sobre el suelo, provocando un sonido hueco que el guardia de la entrada decidió ignorar.

Apoyó las manos y soltó el látigo, quizá veintisiete azotes eran más que suficientes por esa ocasión. Cuando su espalda sanara, entonces pensaría en otro castigo.

Era un hijo desobediente.

Su padre había ordenado que nadie interfiriera en la guerra de los reyes cardinales, pero Gendir no pensaba igual que su padre, quien quería mantener una paz imaginaria, pues solamente él la respetaba, después de todo, fueron los guerreros del reino de la Luna quienes atraparon a su hermano mayor en el castillo de la frontera del abismo. El hombre que regresó de ese lugar no era más el primogénito del Este, si no, un hombre roto, tanto en cuerpo como en espíritu.

Gadien, príncipe heredero del Este, a quienes muchos amaban, él habría sido un rey cálido, para una tierra cálida. Ya no quedaba nada de eso; la tierra estaba muriendo, al igual que su rey.

Se levantó del suelo, con la sangre goteando desde su espalda, podía ignorar el dolor si sentía la suficiente furia. Deseaba proteger a su familia por sobre todas las cosas. Aún había un tercer heredero al trono si él moría, su hermano menor, Galván podría subir al trono...

Gendir se pasó la mano por la afeitada cabeza ¿Cómo podría su hermanito gobernar el reino del Este? Tan solo tenía nueve años.

Sin embargo, no podía dejar las cosas como estaban, los reyes Cardinales sabían que su reino era el más débil, y sin las cosechas de cada año, se pondría peor, el pueblo tendría hambre. Y él no podía permitir que su gente tuviera esa clase de necesidad.

Caminó hasta la cama tambaleándose, gritó el nombre del guardia y el hombre abrió la puerta.

―Llama a la Sanadora― ordenó el príncipe.

El guardia asintió y lo dejó solo.

Si, Gendir era un hijo desobediente, y por ello se había castigado. Ya tenía la penitencia, ahora debía cumplir el desacato. Comenzando por esos asesinos del reino de la Luna.

-------------------------------------

El guerrero no sabía cuanto tiempo llevaba en la picota, tampoco podía detectar cuál de las heridas era más dolorosa. Había perdido el efecto de la pócima de Diana, ahora solo le quedaba esperar. Podía escuchar las moscas rondar alrededor de su espalda, de la carne maltrecha y la sangre seca, por lo menos había dejado de escurrir; ya no escuchaba el goteo.

Gabriel tenía que hacer algo antes de mediodía, ya que las moscas comenzarían a dejar larvas en su piel. Otra cosa que llegaría con el sol, serían las personas del pueblo, los gitanos y mercaderes, todos irían a ver al pobre desgraciado que esperaba por la horca.

Levantó un poco la cabeza, todo lo que la picota le permitía, el amanecer estaba ahí. El sol asomando sus primeras luces por encima de las casas y montañas, entre las posadas más altas del pueblo, sobre el templo, cuya campana comenzaba a marcar la hora, para que todos aquellos temerosos de los dioses asistieran a dar lo poco que ganaban en el campo a seres omnipresentes que no se preocupaban por ellos.

Le gustaba más estar en la picota que hacer una fila para entrar en ese lugar.

Escuchó el sonido de las aves, cuando sonó la segunda campanada, todas ellas volaron hacia el sur, alejándose del campanario. Algo más interrumpió el ruido del aleteo, un sonido agudo... Abel movió la cabeza a un lado, todo lo que la picota permitió, cuando una roca se estrelló sobre la madera, casi golpeando su cara.

El Último OráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora