CAPITULO 31.-

1K 150 43
                                    


Existió hace muchas lunas, un hombre, con los ojos del color de la luna.

Una época en la que nadie conocía la división, todos habitaban en un reino feliz, en el cual convivían e intercambiaban aquello que sembraban, las bestias vigilaban el borde del mundo, para que los monstruos de más allá de los bosques no los atacaran.

Podían respirar en paz, pues los Dioses no estaban interesados en las vidas de los humanos. No había guerras ni peleas entre las personas. Existía el respeto y el valor.

Y en ese momento, surgió una historia, nadie conocía la veracidad de la misma; pero los reinos hicieron sus cimientos sobre ella.

Existió un rey amado por todos, él era quien llevaba paz y felicidad a sus súbditos. La reina que gobernaba a su lado era inteligente y bondadosa, tuvieron cinco hijos, los cuales fueron educados para que sirvieran al pueblo y no lo contrario. Ellos crecieron en amor y sabiduría.

Cuando llegó el momento de la muerte del rey, los cinco príncipes esperaban la decisión de su padre, los hermanos se amaban tanto, que ninguno deseaba el trono más que otro.

El rey, acompañado de la sabiduría de la reina, mandó hacer cuatro anillos exactamente iguales a aquel con el que ostentaba su poder, con el que había sido nombrado monarca por su propio padre. Puso los cinco anillos en una caja, y ni siquiera él supo cuál era el real. El rey murió, y la reina repartió los anillos entre sus amados hijos.

Al principio, los hermanos no sabían que hacer ante tal acto. Así que después del funeral, el hermano mayor partió del reino, llevando únicamente su anillo y comida para tres días.

Los otros hermanos decidieron formar un concejo para seguir reinando con la sabiduría y amor de sus padres. Uno por uno, al ver que el hermano menor era quien mejor conocía al pueblo, dejaron el reino en sus manos. Todos se alejaron, asentándose en las tierras más lejanas, llevando con ellos a quien quisiera conocer más de ese maravilloso mundo.

De esa forma surgieron los reinos cardinales. Nadie sabía cuál era el real, sin embargo, eran reyes de nacimiento y en espíritu.

Los cuatro hermanos tuvieron matrimonios por amor y felicidad. De esa manera tuvieron descendencia; cuando sus hijos miraban con envidia el reino del hermano menor, ellos se encargaban de que esos sentimientos quedaran en el olvido, ya que tenían su propia tierra para cuidar. Les mostraban una lección importante para todos, una que debían transmitir de generación en generación, al igual que el anillo:

― ¿Cuál es el deber de un rey?― solían preguntar a sus hijos.

Casi nunca conocían la respuesta o contestaban lo que sus padres querían escuchar.

Hasta que el hijo mayor preguntó antes de partir a conocer el mundo:

― ¿Cuál es el deber de un rey?

Su padre le había sonreído.

―El deber de un rey es proteger, servir y amar a su pueblo.

Su hijo había permanecido serio durante un momento.

― ¿Cuál es el deber de una reina?

―Asegurarse de que el rey no olvide el suyo.

Antes de partir, el hijo mayor miró atrás, su padre gritó al viento:

―El deber de un heredero, es aprender de los errores de su padre, para no repetirlos en el futuro.

Con esas palabras, el príncipe partió, siguiendo los pasos de su tío mucho tiempo atrás.

El Último OráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora