CAPITULO 18.-

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Sintiéndose extrañamente seguro, se unió a sus compañeros de Élite y montó en su caballo.

― ¿Acabaste el trabajo?― preguntó su jefe.

―Sí, señor.

―Eres mi mejor hombre, Gabriel. Por eso estaré tranquilo cuando tomes mi puesto.

Gabriel sonrió con sarcasmo.

― ¡Vamos, viejo! No suenes tan deprimido, aun te quedan muchos años al servicio del reino.

―Eso es lo que más me molesta― comentó el viejo y siguió el camino en silencio.

Gabriel durmió como nunca esa noche a pesar de que lo hizo sobre su caballo, soñando con la mujer del bosque y la bebe perdida.

El rey pidió explicaciones de todo. El jefe le dijo que la niña había nacido con el cabello negro, esa información la obtuvieron de una de las sirvientas del castillo que vio escapar a la partera con la niña en brazos.

La matrona había logrado su cometido. Había ofrecido a la cría misma de aquel que había causado tanto mal y dolor al mundo. Ella ofreció la bebe a los Dioses y estos, al aceptar su sacrificio, la convirtieron en aquello que su madre había evitado por tantos años. Esa bebe era ahora la última de su espacie. La que una de las leyendas dictaba que acabaría con los males del mundo, pero el único mal del mundo que todos conocían era su padre, el rey y sus hermanos.

Por la mañana nadie hablaba de lo ocurrido. El secuestro de la hija del rey pasó a segundo término, ocurrió algo esa noche, algo que marcaría la vida de Gabriel para siempre...

El viejo jefe había saltado a los acantilados, acabando con una vida llena de sangre y muerte. El hombre se había suicidado, y nadie conocía la razón de tal acto. La mayoría suponía que era por haber ordenado la muerte de la pequeña niña, de la última de su especie. Al menos eso creía Gabriel en aquel entonces, cuando no sabía la carga que estaba sobre los hombros del jefe.

Se fue sin siquiera saber que la niña estaba viva.

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Recargó la espalda sobre la pared y bajó el libro en el que había querido concentrarse durante la tarde, aprovechando los últimos rayos de sol. Había fracasado en esa tarea, pues no recordaba nada de lo leído en las páginas anteriores.

No es que le interesara mucho saber acerca de la genealogía de su familia, pero en los últimos días, su padre había estado bastante hablador con respecto a la sangre, sobre el poder y la responsabilidad que caía en esta.

Arles frunció el ceño a la pequeña gota de sangre que se deslizaba de su dedo, se había cortado con una de las hojas. La gota cayó sobre la solapa, aquella que tenía el escudo de su familia. Se preguntó porque no habían retirado del escudo a la diosa de la Luna, hacía años que no contaban con su bendición.

Él sabía perfectamente porqué los dioses habían retirado su mano protectora de los humanos, pero no se hablaba de ese tema con su padre, ni con sus hermanos. Podía tocarlo con Coná, y ella tendría una respuesta lógica para ello. Siempre la tenía.

El príncipe tomó el libro y se levantó.

Necesitaba ocupar su mente con otras cosas, ya que el leer sobre los crímenes de su familia, siempre le daba dolor de cabeza. Sentía el peso de todas esas malas decisiones sobre sus hombros, como si de alguna manera fuera su responsabilidad limpiar la muerte y maldad que su familia dejaba atrás.

El Último OráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora