El frío era lo único que lo mantenía despierto.
Desde que era pequeño. Incluso en el momento de su nacimiento el frío era lo único que había. Sin embargo, él no recordaba ese día, sería absurdo. Lo imaginaba por las palabras de su madre, quien solía contarle la historia como si fuera su favorita.
Abel sacudió la cabeza y todo a su alrededor dio vueltas.
Sus manos estaban atadas a una cadena que colgaba del techo de la celda. No sentía más que un agudo dolor en los hombros. Los dedos de los pies apenas y rozaban la roca del suelo, sus muñecas ardían pues se encontraban en carne viva, ya que lo habían atado para arrastrarlo hasta el calabozo del castillo. Las rodillas se encontraban en un estado similar, estaba casi seguro de que una de ellas se había separado del hueso.
Dejó que su cabeza cayera al frente, sintiendo un fuerte tirón en el cuello. El único sonido dentro de la celda era el repicar de las cadenas cada vez que él se movía y las gotas de sangre caer sobre la roca. No estaba seguro de cual de sus heridas era la que goteaba ese tibio líquido, pero a esas alturas ya no le importaba. Todas y cada una se curarían cuando cambiara de piel en la noche sin luna.
Tenía mucha sed, sus resecos labios estaban partidos, pero era el mínimo dolor en él. Deseaba con toda su alma poder escapar de ese lugar y descansar al lado de del rio. Simple, era un pensamiento sencillo. Si tan solo pudiera liberar sus manos y apoyar la pierna herida para dar un simple paso.
Trató de respirar profundo, a pesar del dolor en sus costillas y brazos. Polvo entró en su garganta y comenzó a toser, sintiendo los espasmos en cada parte de su cuerpo.
Abel sabía que solo tenía que esperar, soportar el tiempo suficiente hasta que Gabriel lo sacara de ese lugar. Esperaba que su mentor arreglara las cosas del modo correcto, era el único en quien confiaba para resolverlo. Y ansiaba con su alma que Adam no se inmiscuyera en ese asunto, ya que su hermano avivaría la llama de guerra entre los reinos.
Él sabía que podía resistir, por más torturas que a Bertrán se le ocurrieran, Abel ya había pasado por todas y cada una de ellas. Lo hacía cada solsticio, cada noche sin luna, cuando era arrancado de su propia piel por el castigo de los dioses.
Tardaría mucho tiempo para que el príncipe rompiera su mente o espíritu, podía lastimar su cuerpo todo lo que quisiera, este se recuperaría.
Escuchó la puerta de la celda rechinar al abrirse. Abel levantó la cabeza, no les permitirá verlo tomar un descanso.
Bertrán estaba de pie en la entrada, sosteniendo un pequeño cuchillo que había utilizado para escarbar en las uñas de Abel más temprano ese mismo día. El guerrero llevaba una lista de cada una de las torturas, del tiempo de duración de las mismas.
Sostuvo la mirada del primogénito del rey sin decir una palabra.
―Tienes que hablar algún día― gruñó Bertrán con un tono de burla― ¿Cuántas veces estuviste con la princesa? ¿Quién más conoce la entrada a la torre? ¿A quién le has hablado de ella?
Abel no respondió. Simplemente evitó mirar a los guardias detrás de Bertrán, manteniendo sus ojos en el príncipe.
―Te azotaran frente a todo el pueblo― continuó hablando el hombre―. Y te pondrán en la picota.
De nuevo obtuvo silencio de su parte, simplemente recitando un juramento con la mirada. Era una promesa de muerte, y no sería una rápida. Bertrán algún día recibiría un castigo por las atrocidades que cometía con campesinos y esclavos. Y Abel estaría feliz de dárselo.
El guerrero movió las manos para girar y encontrar la mirada del príncipe, lo que provocó el tintinar de las cadenas. Quiso sonreír al ver a Bertrán retroceder dos pasos a causa de su miedo. Por primera vez, Abel sintió orgullo de su reputación.
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El Último Oráculo
FantasiaUn poderoso reino. Dos experimentados asesinos. Tres leyendas para niños. Cuatro reyes que luchan por un mundo. Cinco diferentes criaturas. Seis guerreros de Élite. Siete elementos del destino. Ocho hijos que quieren un trono. Nueve décadas de...