CAPITULO 37.-

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Había una vez, en un reino oculto entre montañas, coronado por estrellas y almas, era gobernado por un rey justo y una reina valiente. Los Dioses los habían bendecido con un heredero.

Un Ser miraba con envidia el reino Punta Estrella, a sus ojos, los mortales no merecían felicidad, ellos debían existir para servir a los Seres, y después del castigo de los Dioses por haber levantado un ejército de inmortales, el Ser no podía abandonar la oscuridad del bosque, hasta que el resto del mundo se hundiera en tinieblas iguales a esa.

Una tempestuosa noche, el Ser Oscuro abandonó su bosque, caminando como un espectro entre las calles del reino, ocultando su apuesto y a la vez demacrado rostro de los ojos de los curiosos que miraban por las ventanas. La lluvia caía sin parar, las nubes cubrían la luz de la luna, la Diosa no estaba presente esa noche.

El Ser se arrastró por la montaña Punta Estrella, hasta llegar a un castillo, donde pudo entrar por la puerta principal, sin anunciarse, sin ser notado, pues había tomado la forma del mismo rey de las montañas. Entró en el lecho de la reina y escapó cuando el rey lo encontró, pero ya era demasiado tarde para los mortales. Meses después, llegaría una criatura a ese mundo, algo que nunca antes se había hecho: La cruza de una mortal con un inmortal ser mágico. Mas ocurrió algo que el Ser no esperaba... el niño nació, llevándose el poder Oscuro con él, y lo acompañaría hasta su muerte, pero ¿Cómo podía el Ser esperar por la muerte de un Inmortal? Así que se arrastró en la oscuridad del bosque, esperando a que el fin de los tiempos arrastrara ese mundo a las tinieblas.

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Aún con los ojos cerrados, Sairus podía ver todo lo que sucedía alrededor. Sus sombras danzaban a su alrededor, se paseaban por los campos, escuchando los mensajes que llevaban para él. Les había ordenado que siguieran a Amaris hasta el castillo, y cuando ella estuvo bien, volvieron. Nunca había estado seguro del número de sombras que lo seguían, pero sabía que podía ordenarles y ellas obedecían. Incluso antes de aprender a caminar o hablar, ya sabía que su naturaleza sería diferente, al igual que aquella familia en la que nació. Sus manos eran un recordatorio constante de eso. Sintió el cabello negro caerle sobre los ojos cuando el viento azotó con fuerza sobre los campos de siembra. Le gustaba ese lugar, porque a pesar de los gritos de trabajo de los campesinos, le parecía sumamente tranquilo, era el placer de observar una rutina que no tenía nada que ver con matar o el derramamiento de sangre.

A veces podía llegar a olvidar su propia naturaleza, una de oscuridad y susurros de niebla.

― ¡Oye!― escuchó un grito.

"El castillo" susurró una de sus sombras.

"Ve al castillo" murmuró otra.

"La magia está..."

―Oye― gritaron de nuevo, y esta vez la voz fue más cercana.

Sairus abrió los ojos, y el sol caló en ellos por unos momentos antes de poder enfocar. Sus sombras estaban a su alrededor, pero esa mujer que lo llamaba no podía verlas.

― ¿Está hablando conmigo?― preguntó el guerrero confundido.

La mujer sonrió. Y se parecía tanto a un amanecer que Sairus no pudo apartar los ojos de esa sonrisa. Ella cambió la canasta que cargaba de lugar, y la recargó sobre su cadera derecha, el cabello le caía sobre la cara, y el sudor empapaba su cara y pecho.

―Pareces fuerte― comentó ella.

Sairus frunció el ceño, aunque dudaba que ella pudiera percibirlo, debajo de la espesa barba y las cicatrices en su cara.

El Último OráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora