CAPITULO 39.-

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Sintió las miradas de todos los presentes apenas entraron en la taberna de Gaia. Habían atravesado una parte del bosque que colindaba con las murallas del castillo y con los jardines exteriores del mismo. Dwyer no conocía ese camino, el cual cruzaron sobre el caballo de Adam, Lancuyen.

Él había bajado y esperado que lo siguiera, parecía disperso y ella tenía la sospecha de que no tenía nada que ver con lo que había sucedido con Amaris esa tarde.

Juntos entraron en la taberna. Dwyer la conocía, ya que en ocasiones las esposas de los hombres que se golpeaban en la taberna, iban en su búsqueda para que sanara las heridas o para aliviar sus resacas. Ella lo hacía, a cambio de un par de monedas. En una ocasión el tabernero le ofreció un trabajo, pero la curandera conocía como terminaban las mujeres que trabajaban ahí, así que lo rechazó.

En esta ocasión, el hombre la miró de la cabeza a los pies, y un gruñido de Adam hizo que desviara la mirada hacia la pared del frente, las mujeres limpiaban lo que parecía ser restos de lámparas y de madera. Alguien había peleado ahí esa tarde.

Adam le pidió que lo siguiera por las escaleras, y ella lo hizo, sin poder dejar de mirar a las mujeres en la taberna, sintiendo pena por sus destinos. Él abrió la última puerta al final de las escaleras y al entrar, Dwyer se quedó quieta.

Una pequeña ventana que daba al callejón del olvido estaba abierta, permitiendo entrar los gritos de los ebrios en las calles y el olor de quien orinaba en una esquina.

Lo peor de todo eran los dos hombres sobre las tablas del suelo, nadie había tenido la delicadeza de colocarlos sobre la pequeña cama que se encontraba pegada a la pared. La habitación olía a sangre.

Dwyer se acercó a ellos, olvidando lo cansada que se encontraba por haber atendido a Amaris en el castillo y por su larga carrera esa mañana.

Había llevado con ella una bolsa mediana en la que guardaba plantas y los pequeños frascos donde guardaba sus remedios, algunos pedazos de tela y cuerda.

Movió a uno de los hombres sobre el suelo, y supo reconocer ese color en sus cabellos y pieles; eran hijos del reino del Este. Le dio una mirada a Adam, pero él simplemente parecía perdido.

La sanadora se dio cuenta de que ambos tenían varios cortes por todo el cuerpo, uno de ellos tenía un fuerte golpe en la cabeza, el cual había formado un enorme bulto, y este mismo no sangraba. Necesitaba hacer algo respecto a eso. Abrió los ojos del hombre y se dio cuenta de que estaban inyectados en sangre. Maldijo por lo bajo y se dispuso a levantarlo, más el peso la venció. Antes de pedirlo, Adam ya estaba a su lado, levantándolo como si no pesara nada.

―Ponlo en la cama― ordenó Dwyer y se acercó al siguiente.

Él, además del respectivo golpe sobre la cabeza, tenía un gran corte sobre el brazo, y una puñalada sobre la mano, el corte de una daga o un cuchillo. Era quien peor se encontraba, ella tenía la sospecha de que había perdido mucha sangre.

―Necesito que traigan otra cama, sabanas y licor de ajenjo. Enciendan la hoguera― solicitó mientras sacaba paños de su bolsa.

No prestó atención al movimiento en la habitación, a como el tabernero y uno de sus ayudantes metían un pequeño catre y lo acomodaban al lado de la ventana. O para ver como Adam encendía la chimenea a pesar del calor, pero ella necesitaba limpiar sus materiales y hervir agua para limpiar las heridas.

Les dio de beber extracto de valeriana, por si alguno despertaba a causa del dolor. Colocaron al segundo sobre la cama. Dwyer masticó hojas de equinacea para colocarlas en las heridas expuestas en los brazos. En aquella sobre la mano del segundo hombre.

El Último OráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora