CAPITULO 17.-

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Adam cerró los ojos cuando el sol caló en ellos, cegándolo por unos segundos. Giró y golpeó el tronco de un árbol grueso con la parte no afilada de su espada.

Esa espada, en otro tiempo, había sido gloriosa, bañada en plata al momento de su forja, con el pasar de los años, la sangre fue quitando su brillo, dejando simplemente el trabajo de un pobre herrero, y no el de un artista. La empuñadura tenía forma de águila, de aquellas magnificas aves que vigilaban el camino entre las montañas. Antes, los ojos del águila de la empuñadura, eran dos pequeñas esmeraldas.

Adam lo recordaba perfectamente, pues cuando alguien cometía un crimen, el rey de las montañas la empuñaba para hacer cumplir los castigos. Más de una ocasión esa espada fue bañada en sangre.

Sacudió la cabeza y soltó el hierro sobre el suelo, donde fue salpicado de lodo. Eso era, con el pasar de los años se había convertido en un pedazo de hierro. Su hoja estaba rota en un par de puntos, doblada en la punta y no tenía brillo. Ya no había esplendor en ella, estaba tan muerta como el reino de las montañas. Aquella tierra maldita, bañada con la sangre de su rey.

Adam aún se estremecía al escuchar esa historia. No es como si él hubiera estado ahí para verlo. Ya que cuando el reino cayó, Adam tomó a Abel y escapó de ahí. Su prioridad era proteger a su hermano.

En ese momento, protegerlo parecía una ironía, pues eran los hermanos de ese mismo rey, quienes lo ataron a las alas de esas poderosas bestias y esparcieron la sangre sobre el fértil suelo.

Existieron una vez, cinco hermanos que se separaron por órdenes de su hermano mayor, quien había heredado el reino prospero de su padre. Los cuatro hermanos menores conquistaron sus propios reinos, aquellos que con el tiempo llegaron a llamarse como reinos cardinales. El norte, el sur, el este y el oeste. Todos ellos envidiaban al reino de las montañas, que crecía, su progreso era notorio por todos ellos. El rey de las montañas era amado y respetado por su pueblo, pues era sabio además de justo.

Sus hermanos no lo vieron así.

Los cuatro se alzaron en contra del rey. Quemaron lo que un día fue un gran salón de fiestas. Ataron a su hermano mayor de brazos y piernas a cuatro diferentes bestias voladoras, y las hicieron ir en diferentes direcciones.

Los cuatro hermanos se fueron después de cometer semejante herejía. Nunca más pudieron encontrar el camino al reino de las montañas, como si este hubiese quedado oculto por una magia antigua.

Con el paso de los años, las personas comenzaron a olvidarlo, o quizá temían hablar de él. Los cuatro reyes, volvieron a sus tristes reinos, los cuales dejaron de ser bendecidos por los dioses, pues hasta esos seres desalmados, sentían pena por tal acto de crueldad y envidia.

Levantaron murallas y entrenaron asesinos. Una grieta dividió el mundo, y se dice que criaturas más antiguas y oscuras que los mismos Seres del bosque, las vigilan, esperando el fin de los tiempos para salir de sus abismos.

—Han pasado dos días— dijo una voz que Adam consideraba chillante.

¿Cómo lo había seguido Amaris hasta esa parte del reino? No lo sabía, pero alguien debía darle una lección a esa joven sobre espacio personal.

— ¿Si?— preguntó Adam, inclinándose para levantar la espada que robó de un viejo castillo.

—Abel. Han pasado dos días y aun no regresa.

Adam se incorporó, enfundó la espada y se limpió el sudor de la frente.

—Así suelen ser las misiones.

El Último OráculoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora