Capitulo 2

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Andrea
sonrió al pensar aquello. Ella no tenía nada, de modo que la ruina no
sería tan horrible. En su cuenta corriente no había más de doscientos dólares, la casa
en la que vivía era alquilada y tendría suerte si su viejo cacharro aguantaba cien
kilómetros más.
La sonrisa desapareció de sus labios cuando pensó en el hombre de los ojos
azules. ¿Y si era un corredor profesional de maratón? Sería imposible que siguiera
entrenando con una escayola en la pierna.
O quizá era un bailarín que trabajaba en uno de los muchos locales nocturnos
de la zona. Podría serlo perfectamente, a juzgar por su aspecto físico.
Con una pierna y varios dedos rotos, hiciera lo que hiciera para ganarse la vida,
sería un grave problema. Estaría incapacitado durante meses.
Si ella hubiera estado vigilando a Nathaniel… si no hubiera cerrado los ojos
durante unos segundos… Poco después, la ambulancia se dirigía hacia la zona de
urgencias y Andrea buscó aparcamiento. Antes de entrar en el hospital, se puso un
pareo sobre el biquini y sacó a Nathaniel de su sillita.
Cuando entró en urgencias, los enfermeros habían sentado al hombre en una
silla de ruedas y lo empujaban hacia la consulta.
Curiosamente, la sala de espera estaba vacía. Con Nathaniel en brazos, Andrea
se dejó caer sobre una silla. No sabía bien qué iba a hacer allí, pero tenía que
asegurarse de que el hombre estaba bien y quería disculparse de nuevo por el
accidente.
Quizá debería ofrecerse a pagar los gastos de hospital. Su corazón se encogió al
pensarlo. Si la factura era muy elevada, tendría que pedir dinero prestado. Y no
quería tener que pedírselo a su abuela, que había sido más que generosa regalándole
aquellas vacaciones.
Andrea se pasó la mano por los cortos rizos dorados, intentando no pensar en
eso. Como madre soltera, el dinero siempre era un problema para ella.
Angustiada, apretó a Nathaniel entre sus brazos, intentando convencerse a sí
misma de que encontraría la forma de solucionar la situación para quedar bien con el
hombre al que, por accidente, su hijo había hecho tropezar.
Samuel Coffey hizo una mueca de dolor cuando el doctor Edmund Hall empezó a
escayolar los cuatro dedos rotos de la mano derecha. Su pierna ya estaba escayolada
hasta el muslo.
No podía creer que le hubiera pasado aquello. Como siempre, el destino le
había dado una patada en el trasero. Debería estar acostumbrado.
—¿Vas a contarme cómo te has hecho esto? — preguntó Edmund. —No te lo creerías —contestó Samuel .

Simplemente un beso Donde viven las historias. Descúbrelo ahora