—Te sorprendería lo que estoy dispuesto a creer —rió Edmund. Los dos
hombres eran buenos amigos—. Deja que lo adivine. Estabas vigilando a la esposa
perversa de algún cliente y ella te dio una paliza con el bolso.
—Qué va —rió Samuel.
—Vale. Entonces, estabas borracho y no te acordaste de los escalones que hay
en el porche de tu casa.
—Yo no me emborracho —replicó Samuel, ofendido.
Edmund hizo un gesto de incredulidad.
—Dirás que nunca estás sobrio del todo.
—No tienes ni idea —protestó Samuel, irritado—. Llevo un año sin probar el
alcohol. Y ya que tienes tanto interés, te diré que estaba corriendo por la playa
cuando un niño me agarró la pierna. Me caí, apoyé mal la mano y aquí estoy.
—¿Cuántos años tenía el niño?
Samuel se encogió de hombros y después hizo una mueca de sufrimiento. Le dolía
todo el cuerpo.
—Era un niño mayor… como de cinco o seis años —contestó. Después de
decirlo, se puso colorado. No podía contarle a Edmund que el niño era tan pequeño
como un cacahuete—. ¿Has terminado?
El médico asintió.
—¿Quieres que te recete algún analgésico?
—No.
—Samuel , no te hagas el fuerte. Va a dolerte.
—No pasa nada.
—Eres muy cabezota, Samuel Coffey —suspiró su amigo—. Te he puesto una
escayola con la que podrás caminar, pero tendrás que usar muletas durante unos
días. Voy a buscarlas.
Cuando Edmund salió de la consulta, Samuel se quedó mirando la escayola.
Estupendo. Aquello era simplemente estupendo. Justo cuando tenía más casos que
nunca en toda su vida como detective privado. ¿Cómo iba a poder vigilar a nadie con
aquella enorme cosa blanca en la pierna?
El accidente había sido muy raro. Samu podría jurar que el niño se le había
echado encima, como si quisiera tirarlo al suelo.
El rostro de la madre del niño apareció en su mente entonces. Un par de
asustados ojos verdes, una nube de rizos rubios y un cuerpo esbelto con un biquini
azul… era como un ángel. Con un hijo que era un demonio, pensó, irritado.
—Aquí están —dijo Edmund, entrando de nuevo con un par de muletas en la
mano—. ¿Quieres que te enseñe a usarlas?Supongo que puedo imaginármelo —replicó Samuel sarcástico. Usar unas
muletas no podía ser tan difícil.
—Necesitarás ayuda durante unos días. Es difícil moverse con una pierna rota.
Y con una sola mano te va a resultar más difícil aún. ¿María sigue limpiando tu casa?
—Sí. ¿Por qué?
Los dos hombres salieron de la consulta. Samuel , caminando con dificultad
mientras intentaba acostumbrarse a las muletas.
—Podrías pedirle que se quedara unos días, hasta que puedas manejarte solo.
—De eso nada. María cree que soy el demonio reencarnado y solo me limpia la
casa porque le pago un dineral. Además, no me cae bien.
Edmund soltó una carcajada.
—A ti nadie te cae bien, Samuel . Bueno, tengo que irme. Pide cita en mi consulta
dentro de un par de días para que pueda echarte un vistazo —se despidió, dándole
un golpecito en la espalda.
Samuel lo observó alejarse. El dolor en su pierna aumentaba cada minuto.
Suspirando, se apoyó en las muletas y se dirigió hacia la puerta del pasillo, que tuvo
que abrir con el hombro, mascullando varias palabrotas.
Al otro lado de la puerta estaban la mujer y el niño de la playa. Ella se levantó
al verlo y el crío empezó a dar palmas, tan contento.
—¿Qué está haciendo aquí?
Como si no hubieran hecho ya suficiente. El niño lo había tirado al suelo y
después su madre se había lanzado sobre él para rematarlo.
—No sabe cómo siento lo que ha pasado. Me gustaría poder hacer algo por
usted… pagar los gastos del hospital, por ejemplo.
—No hace falta. Tengo un seguro —murmuró Samuel , irritado.
Además, ella no tenía aspecto de poder pagar nada. Sus sandalias parecían muy
usadas y el pareo que llevaba sobre el biquini había perdido el color, seguramente
tras multitud de lavados.
No era la típica turista que iba a Florida a pasear por la playa con biquinis de
diseño y que cenaba en los mejores restaurantes, con joyas que podrían dar de comer
a una familia entera.
Samuel era investigador privado y, por costumbre, la examinó con ojo profesional.
Pero cuando la miró como hombre, se percató de que su pelo parecía tan suave como
la seda y que los rizos dorados rodeaban su cara como un halo. Era muy guapa y el
pareo no podía disimular sus curvas.
Samuel sintió un extraño calor en el estómago. Y eso lo irritaba. En aquel momento,
todo lo irritaba.
—Tiene que haber algo que pueda hacer por usted, señor Coffey.
—¿Cómo sabe mi nombre? —Me lo dijo una de las enfermeras —contestó ella, incómoda—. Me siento
responsable del accidente. Tiene que dejarme hacer algo para reparar el daño.
—Mire, señora, ya no puede hacer nada. Si hubiera estado vigilando a su hijo,
esto no habría ocurrido —replicó Samuel dando un par de pasos hacia la puerta.
Andrea se adelantó e intentó abrirla, pero con tan mala suerte que lo golpeó en
la pierna sana.
—Ay, perdone —murmuró, horrorizada.
Samuel miró al cielo, exasperado.
—Tengo que pasar un millón de informes al ordenador, lo cual es estupendo
considerando que solo tengo cinco dedos sanos. Estoy intentando resolver casos que
me exigen ir de un lado a otro y no hay nada que usted pueda hacer para
solucionarlo, a menos que ocurra un milagro.
Cada palabra salía de su boca como una bala.
—Yo sé usar un ordenador.
Él se volvió para mirarla.
—Pues me alegro por usted.
—Podría escribir esos informes.
Andrea se colocó a su lado, con el niño de la mano. Olía bien, a flores. Y él
sintió de nuevo aquel calor en el estómago.
—No, gracias. Seguramente se cargaría mi ordenador.
—¿Cómo va a llegar a su casa?
La pregunta hizo que Samuel se quedase parado. Había ido corriendo a la playa
desde su casa, pero en aquellas circunstancias no había forma de volver andando.
—Llamaré a un taxi.
—Yo tengo el coche aquí mismo y me gustaría llevarlo a casa si no le importa.
Por favor, deje que al menos haga eso por usted.
Samuel estaba demasiado cansado y dolorido como para discutir. Lo único que
deseaba hacer era llegar a su casa y tumbarse en la cama.
—Muy bien —dijo por fin. Después, miró al niño con el ceño fruncido—.
Siempre que mantenga a ese pequeño monstruo lejos de mí.
Ella apretó la manita del niño, con expresión airada.
—No es ningún monstruo. Es un niño muy bueno.
—Sí, eso solían decir de Jack, El Destripador — replicó él, irónico.
La joven se puso colorada, pero no replicó.
—Mi coche está en el aparcamiento. Espéreme aquí un momento.
Samuel asintió y se apoyó en la pared del edificio, preguntándose si aquella chica
podría llevarlo a casa sin que ocurriera una catástrofe.No sabía por qué, pero tenía el presentimiento de que algo terrible iba a pasar.

ESTÁS LEYENDO
Simplemente un beso
RomanceSamuel Coffey evitaba las relaciones sentimentales desde el día en que dejó de creer en el amor. Pero tropezó con un pequeño Cupido en pañales... y cayó a los pies de su preciosa mamá. Ahora, Jack tenía una pierna rota, y su corazón estaba en pel...