Capitulo 7

378 48 5
                                    

—No —sonrió Nathaniel, mostrando sus blancos y diminutos dientes. Aunque
no le estaba haciendo daño, samuel tenía miedo de dar un paso con el crío enganchado a
la escayola.
— Suéltame —repitió, irritado. Pero el niño no le soltó. Se limitó a fruncir el
ceño, como si intentara imitarlo.
Andrea se volvió entonces y ahogó una exclamación.
—¡Nathaniel! Cariño, suelta al señor Coffey.
—Papá —dijo el niño entonces, apretándose con fuerza contra la escayola.
Esa palabra, pronunciada por aquella vocecita infantil, fue como un cuchillo en
el corazón de samuel . Intentando apartar de sí el dolor, dio rienda suelta a la furia que
utilizaba siempre como escudo.
—¿Quiere apartar a este niño de mi pierna?
—Lo estoy intentando —dijo andrea, abochornada. Intentaba apartar los
bracitos de su hijo, pero Nathaniel se negaba a soltar la escayola—. Quizá si usted lo
toma en brazos…
—Zí —exclamó el niño, mirándolo con sus ojitos redondos.
Samuel no quería tomarlo en brazos. No quería sentir el cuerpecillo de aquel crío
entre sus manos. Pero tampoco quería pasar el resto de su vida atrapado en la cocina.
Suspirando, se inclinó y lo tomó por la cintura, haciendo un gesto de dolor
cuando intentó cerrar la mano izquierda. Nathaniel soltó la escayola inmediatamente
y le rodeó el cuello con los bracitos.
Samuel  intentó no sentir nada, intentó no experimentar la sensación de estar
abrazando a un niño pequeño. Pero era imposible no oler la colonia infantil,
imposible no sentir que su corazón se calentaba al tocar aquel cuerpo diminuto.
—Tome al niño —le dijo a andrea. Tómelo y váyase.
—Pero los platos… —empezó a protestar ella, mientras intentaba quitarle a
Nathaniel de las manos.
Estaba tan cerca que samuel podía respirar su olor. Si quisiera, podría inclinarse y
besar su nariz pecosa. Si quisiera, podría tomar aquella boca entreabierta. Pero, por
supuesto, eso era lo último que deseaba.
—Ya ha hecho más que suficiente. Yo limpiaré los platos.
Quería que se fuera. Y, sobre todo, quería que se fuera el niño. No había sitio en
su vida para alguien con tantos sueños idealistas.
Había algo en andrea que lo hacía pensar en besos apasionados y dulces.
Había algo en andrea y su hijo que lo hacía recordar viejas esperanzas, sueños casi
olvidados.
—¿Seguro que puede hacerlo usted? —preguntó andrea, levantando la voz
para hacerse oír entre los gritos de Nathaniel.—Claro que sí. Voy a echarme un rato y después llamaré a María para que
vuelva. No pasa nada, estoy bien.
Andrea buscó las llaves del coche en su bolso.
—Estamos en el hotel Masón Bridge, si necesita alguna cosa. Por favor, no dude
en llamar si puedo hacer algo para que la convalecencia le resulte más agradable.
Samuel  asintió. Lo mejor que podía hacer era desaparecer de su vida.
—Adiós, andrea . Que sea feliz —dijo, entre dientes. Cuando ella desapareció,
dejó escapar un suspiro—. Por fin.
Cuando iba a servirse otra taza de café, vio la bolsa de los pañales de Nathaniel
sobre una silla. Andrea se había olvidado de ella.
Pero volvería a buscarla. Estaba seguro.
Samuel  lanzó un gemido. No sabía cuándo, pero estaba seguro de que «Miss
Alegría de vivir» y su hijo, el delincuente juvenil, volverían.

Simplemente un beso Donde viven las historias. Descúbrelo ahora