-32-

4.5K 437 241
                                    

Una niebla densa los envolvió. Adrien, por instinto quizá, casi tose, aunque no sentía nada salvo el frío a su alrededor, y el vacío, ahora más prominente, que llevaba sintiendo desde hace tiempo. Heracles se veía cansado, mucho, y sus ojos hacían que Adrien quisiera estremecerse: vacíos y caóticos. Eso le hizo recordar lo que había leído en su clase de Formación Integral Humana y Religiosa con Félix. La tierra estaba vacía y desordenada. Nunca entendió a qué se refería aquello, pero al ver los ojos de Heracles todo pareció cobrar sentido.

—He tenido muchos nombres a lo largo de la historia —escuchó que dijo Heracles—. Las personas prefieren llamarme Hércules, ¿sabes? Mi nombre romano. Supongo que da lo mismo. Pero ella... ella me decía Heracles, me llamaba por mi nombre griego, ¿sabes por qué?

—¿P-por qué? —preguntó Adrien.

—Porque decían que era hijo de un dios. Supongo que eso lo sabes. —Adrien asintió—. Zeus, dios del trueno y gobernador del Olimpo. Suena magnífico. Pero, ¿sabes cómo le llamaba en Roma? Júpiter. Curioso. Eran los mismos dioses, sólo con diferentes nombres. Pero en Roma éstos dioses eran más admirables, en Grecia se podía observar su lado oscuro, si es que se le puede llamar así. En Roma, de alguna forma, buscaron redimirse y lo lograron. Por eso ella me llamaba así: Heracles.

—¿Ella?

—Mi princesa.

La niebla se disipó. Estaban en un prado y todo se veía en tonalidades sepia menos ellos. Lo correcto sería decir que aquello no era cierto. Heracles parecía una sombra que surgía del río Aqueronte, lo único que en verdad tenía color en él eran sus extraños ojos, todo lo demás parecía ser blanco y negro. Adrien, en cambio, estaba así, al menos por dentro.

¡Tikki! —escuchó que alguien gritó.

Adrien giró la cabeza como si lo estuvieran exorcizando. Su corazón pareció latir, o al menos querer hacerlo. Se sintió incómodo, como si ese órgano tan vital fuera solo un peso muerto y se hubiera sacudido en su interior, como una roca dentro de una caja de zapatos.

Vio a Tikki revolotear y trató de seguirla, olvidándose de Heracles. ¿Qué hacía Tikki allí? ¿Estaría Marinette también? Le daba pavor. El sentimiento que producía aquel lugar era algo que no le deseaba a nadie.

Pero Tikki no llegó hacia Marinette, sino hacia alguien más. Una chica ejercitada, de pelo corto y rojo. Sus ojos le recordaron a los de Marinette: azules, brillantes, atrevidos, tan llenos de vida.

—Hipólita —escuchó decir a Tikki—. No sé si hayas escuchado lo que dijeron las demás, pero...

—Tranquila, Tikki —dijo ella—. No creo nada de lo que dicen.

—Hipólita...

—No hay nada que puedan o puedas decir para que piense mal de Heracles. —ahora se veía molesta—. Él no es quien anda destruyendo la isla. Él no es quien está matando a las amazonas.

Amazonas. La palabra resonó en la mente de Adrien. Lo recordaba. Las amazonas, fieras guerreras, sólo se juntaban con hombres para procrear; si nacía un niño, se lo quedaba el padre, si nacía una niña, era una de ellas. No amaban a los hombres. Eran guerreras hechas y derechas. Excepto por una que se enamoró.

—Hipólita —dijo Adrien—. La reina amazona.

La escena cambió. Eran Heracles e Hipólita. Adrien veía momentos de ambos, como su fuera una especie de diapositiva.

Odio esto de ser la reina amazona, decía Hipólita en una de esas escenas, tener que encargarme de todas... y que ninguna apruebe que te quiera. No lo aprobarían nunca, pero es peor cuando viene de la reina.

¿Quién es Chat Noir? [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora