Los psicólogos definen el término persona como cara o máscara; esa parte de nosotros que damos a la sociedad en situaciones congregadas y que puede variar según la experiencia que estemos viviendo. Si, bien, esa cara puede -o no- reflejar nuestro verdadero ser o nuestros puros sentimientos. Esa máscara puede ser sencillamente eso; una protección tras la cual ocultarnos del mundo lleno de adversidades.
Estando a solas es cuando nos podemos dejar llevar sin miedo a los prejuicios o al qué dirán, podemos ser quienes siempre hemos querido ser y hacer lo que queramos hacer sin necesidad de usar esa máscara. Como aquellas personas; esas que luego de entregarle su parte de sí mismos a la sociedad, (que consta de interactuar, sonreír, trabajar o estudiar), llegan a sus casas para desplomarse al suelo llorando y gritando por sus infortunios habiendo pasado un día más en el que no salía de sus pensamientos la idea de su propia muerte. O aquellos que ocultan un talento secreto y dejan fluir su imaginación sólo en las estancias de la tranquila soledad. O esos que ocultan sus verdaderas opiniones o preferencias y estando a solas es cuando se aceptan a sí mismos y a lo que son…
Por eso aquel rizado cohibido amaba la soledad; aunque a veces le abrumara era el único momento en el que no se sentía pisoteado por el mundo y sus inseguridades eran casi inexistentes. Se dejaba maravillar por la perfección del silencio y eso valía más que cualquier otra cosa.
Por eso aquel chico de mirada fría amaba estar a solas; la traición por parte de otros jamás lo atacaría como las veces anteriores y no tenía que rendirle cuentas a nadie sobre su comportamiento. Podía disfrutar tranquilamente de la compañía de nada en absoluto y estaba bien con eso.
Estando a solas podían ser ellos mismos y, ahora, cuando sus soledades se topaban, teniéndose uno frente al otro, sólo se podía esperar una cosa…
Porque, a solas, no tenían porqué fingir.
*
Era viernes por la mañana y el castaño al fin se había resignado a volver a clases después de dos días enteros encerrado en su habitación absorto en sus pensamientos mientras comía snacks y fumaba sin parar, sólo que esta vez los cigarrillos no eran suficientes. Se miró en el espejo retrovisor de su auto, unas grandes ojeras oscuras llegaban casi hasta sus mejillas y espero que sus ojos cansados – ahora inyectados en sangre – no le trajeran problemas con los jodidos profesores.
No había podido dormir, por más que lo intentó. No había podido salir a alguna fiesta y distraerse, por más que lo quiso. Y no logró dejar de pensar ni un segundo en lo que ocurrió en aquellos vestuarios, aunque su parte conciente le gritara que lo olvidara.
Louis no era gay, él estaba seguro de eso. De hecho, jamás en su vida la había atraído en lo más mínimo otro hombre, ni siquiera en su etapa de adolescente confundido. Su casi repulsión al mundo entero no le permitía integrarse a un grupo de “amigos” y con las chicas nunca tenía una relación formal; sólo eran cosas de una noche para satisfacer sus necesidades biológicas.
Pero esta vez era diferente.
Y él no sabía si se debía a la apariencia tan femenina de Harry; a su personalidad tan insegura, a su mirada tan cuidadosa, a su sonrisa de hoyuelos que observaba en la lejanía, o a esos labios tan perfectos que no pudo resistirse de probarlos… Pero el ojiazul se sentía a morir si no obtenía más de aquel chico de porcelana. Los sentimientos no estaban involucrados, claro que no, él sólo sentía una necesidad sobrehumana de poseer aquel precioso rizado.
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Veinticinco días para amarte [Larry Stylinson] (Terminada)
Fanfiction«Le tomó casi dos meses aceptar que ese chico sería más que un muñeco, una semana para conocerlo y veinticinco días para amarlo...» O una historia en donde Harry posee esperanza y felicidad inacabables y Louis sólo camina por allí, de la mano con su...