17.- Kimonos.

2K 350 67
                                    

.- Haz hecho muy bien tu trabajo, Tsubasa – chan. Los clientes se fueron contentos – le despertó la voz de la Madame mientras corría de un tirón la delgada puerta sólo para encontrarlo sobre el futón, desnudo y sin expresión en su rostro – Ni siquiera preguntaron por las heridas.

La mujer lucía feliz y supuso que se debía al dinero que el ejército japonés le hacía llegar en esas fechas cada mes por su servicio a la causa del imperio. Aquello siempre le había parecido repulsivo y le provocaba un deseo poco amable de escupir a los pies de la mujer cuando ella se jactaba de su gran labor al ejército: darles putas con las que desquitarse.

Ni siquiera era capaz de imaginar cuántas mujeres pasaron por esas habitaciones antes que él. Había conocido muchas a lo largo del tiempo en que le había pertenecido a la Madame, casi todas estaban muertas. Algunas por tratar de huir, otras por dosis mal administradas del opio, otras asesinadas a manos de los hombres con los que se acostaban, asfixiadas o golpeadas durante el tiempo que sus cuerpos fueron utilizados. Y también estaban las que se habían suicidado.

Cuando era más pequeño, tal vez de 13 años, había pensado en ello tras ver cómo sacaban el cuerpo una chica un poco mayor. Se había cortado con una navajilla de afeitar que le había robado a uno de los hombres que la frecuentaba y a pesar de la sangre que escurría de su kimono, había pensado en lo tranquila que lucía. Su rostro, que durante mucho tiempo fue la representación del dolor, lucía en paz.

Él sólo quería paz; incluso aunque aquello fuese en contra de todas las creencias de su pueblo.

Al final, ¿qué importaba el honor si nadie lo perdería por su culpa? Nadie de su familia reclamaría nunca su cuerpo, no había un legado familiar que respetar y nadie que le extrañara. No sabía si su madre seguía viva, la miseria que le habían dado por él no podría haberla mantenido viva más de dos inviernos, ya no recordaba el rostro de su hermano mayor, mucho más fornido y menos deseado de lo que él lo había sido.

Sólo se tenía a sí mismo y, tal vez, a las mujeres que vivían ese infierno con él.

Tantos años después, la mayoría estaba muertas y las que no, seguían atrapadas en las paredes de ese lugar. Servían de guía para las chicas nuevas, que entraban aterradas por ser arrancadas de sus hogares con tretas y mentiras sucias. Los pocos hombres que, como él, habían sido arrastrados ante los pies de la Madame por los hermosos que eran, representaban una parte importante del negocio, no tenía sangrado cada mes y mucho mejor, no había que preocuparse por un embarazo.

Aun con todo eso, sabían que debían mantenerse lejos de los ojos públicos pues nadie quiere saber que en el ejército también hay quien desee hombres.

.- Revísale las heridas, ya deberían de haber cerrado – escuchó que la mujer le indicaba a otra, que inmediatamente entró a su habitación – Lo necesito presentable para ésta tarde, tendremos un almuerzo muy importante y no quiero que suceda lo de la última vez.

El tono de la última frase era peligroso y él sabía leerlo a la perfección. La mujer nunca se andaba con rodeos y así como hablaba, te castigaba sin ningún atisbo de culpa, sin importar cuanta sangre se derramase o cuantas lágrimas se llorasen, su mano era inflexible. Después de la última aparición de un grupo de soldados en el lugar, los ojos de todo el ejército estaban en la casa de la Madame.

Habían asesinado soldados en su salón principal a manos de la resistencia, esa que se ocultaba en las faldas de la montaña y a la que no habían conseguido localizar, ni siquiera siguiendo a los informantes de los exiliados en China. ¿Cómo habían entrado y asesinado a sus hombres? No es que al ejército le preocuparan mucho unos simples soldados sin rango, pero si les ponía a cuestionarse dónde iban en busca de sexo.

Intermedios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora