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Los grillos cantando, las luciérnagas iluminando con su pequeña lucecita o el ulular del viento. Nada de eso fue importante para él.

Se había venido de la fiesta en cuanto le fue posible, luego de atender a los deseos de su tribu, cenar todo lo que su estómago quiso, y bailar con esta o aquella elfa. Ahora, recostado en la puerta cerrada de sus aposentos, contemplaba como un tonto, a la joven que estaba de pie en el balcón, con la mirada perdida en el paisaje de la fría noche de luna. Las manos en el muro de piedra, y el viento sacudiéndole el vestido y los cabellos. Había estado preciosa esa noche. Como un capullo de flor, como un lucero alumbrando al amanecer. El único lucero hermoso en kilómetros a la redonda. Y extrañamente, el único que en este momento quería en su vida.

Cuando bajó para unirse a la celebración, se animó al ver que la joven no estaba. Merecía y necesitaba descansar, luego de lo que Adelice le había hecho. Y le insistió demasiado a su dama, que debía impedir que la joven bajara. Se molestó demasiado cuando vio que ninguna de las dos hizo lo pedido. Ni Iris la hizo quedar, ni Lissie obedeció a la orden. No le habló durante la cena, ignorándola estoicamente, hasta que no aguantó y le rogó que le concediera el primer baile solo a él, sin que importara lo que dijeran los demás. Al terminar, ella fue la primera en retirarse, excusando agotamiento.

Dio las gracias por ello.

Caminó hasta donde ella se encontraba, tomando una de sus capas en el camino. Al acortar distancias, le puso la cálida tela sobre sus hombros, arropándola del duro frío. 



Elizabeth dio un respingo, volteando a ver de quien se trataba y sonriendo ante la presencia del monarca. Le dio las gracias en un susurro y se ciñó más la capa, escondiendo los brazos.

—No entiendo como estás descubierta, con el viento tan fuerte—lo miró de soslayo, con la barbilla recta.

Muchas cosas habían cambiado desde que ella llegó, y una de ellas era su postura y su gracia para moverse. Las costumbres llegaban a pegarse estando rodeada de ellas durante un tiempo, y esa no era la excepción. Pasando tanto tiempo en compañía de elfos, se había vuelto una guerrera, se movía con mayor agilidad y lo estudiaba todo. Pero también adquirió elegancia, movimientos más suaves como si flotara. Las manos en esta postura y no en aquella, la voz más dulce y serena.

—Si mal no recuerdo, milord, cierto rey me pidió venir a sus aposentos al terminar el banquete. No tuve tiempo de buscar una capa—el negó.

— ¿Dos faltas en un día, milady?—lo miró, confusa.

— ¿Disculpe?—él se acercó más, quedando a su lado.

—No acatar las órdenes de un monarca, anunciadas por mi mensajera, de permanecer descansando en el cuarto. Y ahora exponerse al viento de la noche—

—No desacaté sus órdenes, señor. Lo habría hecho, si encontrándome enferma, asistiera a la ceremonia antes de la guerra. No fue así—él se cruzó de brazos.

—Creo qué llegados a este punto, Elizabeth, deberías llamarme Dimitrie y no milord—ella se dio la vuelta, viéndolo de frente.

— ¿Sería lo adecuado? ¿Lo qué esperarían sus súbditos?—el levantó la ceja.

— ¿De verdad te importa lo que piensen?—ella lo meditó un segundo, y después negó, riendo con suavidad.

—La verdad no, milord... Dimitrie—el asintió aprobador.

—Bien. Te paso lo de la ceremonia porque ya ocurrió, y no puedo hacer nada al respecto, y estás más recuperada. Pero no vas a pelear—ella lo miró seria.

LA BAILARINA DE JUGUETE (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora