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—Rosie, es hora de la cena. Baja, querida—

La pequeña miró hacia las puertas por las que entraba la luz de las demás habitaciones, mientras ella jugaba con sus muñecas.

—Voy, mamá—gritó para hacerse escuchar.

Luego volvió a su juego.

—Oh, hermanito. Es tan triste que nos tengan que separar. Mamá nos lo advirtió, sabíamos que esto pasaría—puso voz infantil, moviendo la bailarina—trataré de hablar con Sir Percival, pero mucho temo que no permitirá que te quedes con nosotros. Sabes que ese vil oso solo me quiere a mí—fingió sollozar.

— ¡Rosie!—volvió a llamar su madre—baja ya mismo—la niña de diez años rodó los ojos, poniéndose de pie y dejando con cuidado sus muñecas en la cama.

—Voy, mamá—gritó de nuevo—no se muevan, no me tardo—corrió fuera de la habitación.

Unos segundos después...

— ¿Ya no está?—la princesa movió la cabeza con cautela y esperó, al igual que los demás juguetes.

—Y quiero que te comas toda la sopa, Roselinda—se escuchó la voz de la señora Weddgwood en el primer piso de la residencia.

—Se fue—suspiraron todos los juguetes.

En la casa número cuarenta y ocho, en uno de los barrios más prestigiosos de Londres, vivían los juguetes de una encantadora pequeña, llamada Roselinda. Juguetes que todo niño soñaría con tener. Desde casas de muñecas con cinco alcobas y cocina, hasta osos de peluche con olor a frutas, pizarrones y tizas para jugar a la maestra, cocina de juguete con todos sus utensilios, y las dos muñecas más preciadas de Rosie. Lissie, una bailarina de ballet, hecha en porcelana, y su acompañante, el príncipe Dimitrie. Al ponerlos sobre la caja de música que su padre le regaló a los siete años, la pareja bailaban la pieza spring waltz de Chopin.

Rosie los cuidaba como lo más preciado en el mundo, puesto que dos semanas después de recibir el maravilloso regalo, su padre fue asesinado por deudas. Y la niña y su madre quedaron solas, viviendo en la casa de una de las primas de Leticia Weddgwood. Roselinda consideraba a sus preciados muñecos, como un par de hermanos que habían sido abandonados por sus padres y que solo se tenían el uno al otro, ganando su vida a base del baile. Pero nada podía ser más falso que esto. Elizabeth y Dimitrie habían cobrado vida al llegar a manos de la pequeña, y el amor había nacido entre ellos al instante. Y ahora, luego de tres años, se amaban con locura y eran inseparables. Ninguno existía sin el otro.

—Ven conmigo, no tenemos mucho tiempo—

Dimitrie tiró de su mano, caminando por la inmensa cama rosa, y sorteando los cortinajes de esta, hasta subir a la mesita de noche, para llegar a la ventana que daba al patio trasero, al jardín, y más allá el bosque. Lissie se aferró con fuerza de su mano, tratando de no trastabillar, con los zapatos de bailarina y el largo vestido blanco.

 Lissie se aferró con fuerza de su mano, tratando de no trastabillar, con los zapatos de bailarina y el largo vestido blanco

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LA BAILARINA DE JUGUETE (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora