Capítulo 1

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 -Mark Levington, no intentes detenerme, será lo último que hagas.

Una risa estridente retumbó en la sala. Era una sala larga, más bien parecía un pasillo. No se veía ni el principio ni el final, que quedaban ocultos por la negrura. En el suelo había una alfombra roja ribeteada de dorado que recorría todo el pasillo. El techo era abovedado y las paredes eran altas con ventanales por los que tendría que pasar la luz, pero no se veía absolutamente nada.

Mark se despertó sobresaltado, deshaciéndose de las sabanas como podía y, haciéndose un lío con ellas, acabó por caerse. «¿Qué había sido eso?» pensó Mark. Un día normal hubiera pensado que era una pesadilla como otra cualquiera, sin embargo estos días nada estaba siendo normal para él. Fue al baño, se lavó la cara para quitarse el sudor y volvió a la cama mirando el despertador: eran las 4 de la madrugada; empezaba bien su primer día de clase. El chico intentó olvidar el sueño y consiguió volver a quedarse dormido.

-¡Vamos, Mark, levántate ya! –gritó Rachel, la madre de Mark, desde la cocina.

El gritó penetró en los oídos de Mark despertándolo de inmediato. Su habitación estaba apenas iluminada por la escasa luz que entraba por las rendijas de la persiana. Era dieciséis de septiembre, lo que significaba el final de las vacaciones y la vuelta a la rutina escolar. A Mark el verano le había pasado muy rápido. Iba a echar de menos las mañanas de lectura, las tardes de piscina y las tranquilas noches con sus amigos en el jardín de su casa.

-¡Mark, no me hagas subir a tu habitación! –volvió a gritar.

-Que ya voy –respondió Mark con desgana mientras se frotaba los ojos.

Se deshizo de las sábanas con las que había dormido, que estaban hechas un lío después de la pesadilla. Se levantó y subió la persiana por completo, cegándole al entrar la luz del sol toda de golpe. La habitación, ya iluminada, tenía el mismo aspecto que la de un adolescente normal: toda la ropa tirada, pósters de sus cantantes favoritos y libros tirados por el suelo, básicamente porque no le cabían en la estantería.

Entró al baño, no sin antes coger una de las toallas tiradas en el suelo, y cerró la puerta para ducharse. Dejando la toalla en la barra que sujeta la cortina de la bañera, se giró para mirarse al espejo. Mark tenía el pelo negro como la mayoría de chicos de Ledestone, el pueblo-ciudad donde vivía. Pero lo que le hacía diferente y más le gustaba de él eran sus ojos. Unos ojos de color azul brillante con motitas de color azul oscuro en la parte más externa del iris. No le hacía diferente el color de ojos, claro está, mucha gente los tenía de color azul, como su abuela; lo que le hacía diferente era el significado de ese color, al igual que hacía diferente a su abuela.

Finalmente, se quitó el pijama y se metió en la ducha. Abrió el grifo del agua caliente y, mientras esperaba a que saliese el agua con la temperatura adecuada, empezó a evadirse en sus pensamientos. Había algo en lo que llevaba pensando mucho tiempo: su cumpleaños. Era el veinte de septiembre; ese día Mark cumpliría dieciséis años, que para un chico como él, significaba algo muy importante. Y si además se le sumaban esos sueños...


-¡Mark! –le llamó su madre desde la cocina.

Mark suspiró desde la puerta de casa. Se había duchado, vestido y desayunado a tiempo record. Había quedado con Catelyn a las diez y cuarto para ir juntos a clase, y ya iba tarde; como siempre.

-¿Qué pasa ahora? –dijo mirando al techo, impaciente.

-¿Puedes venir un momento?

Mark resopló y se dirigió a la cocina, donde estaba su madre fregando los restos del desayuno. Rachel estaba de espaldas a él, con el pelo largo y castaño tapando casi la mayor parte del camisón morado que llevaba puesto. La mujer dejó los platos en el fregadero y se giró, apoyándose en la encimera, para mirar a su hijo con sus brillantes ojos marrones. Esos ojos denotaban que ella no era como Mark, pues su rareza le venía de la línea familiar paterna.

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