Prólogo

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Perséfone siempre había sido buena guardando secretos. Suyos y de cualquiera que necesitara desahogarse. Tenía una colección guardada dentro de sí, ella no sabía exactamente qué función cumplían, pero le permitían distraerse de su realidad.

Así que cuando se encontraba en los bosques, pretendiendo ser feliz mientras bailaba y jugaba con las demás ninfas, componía una sonrisa amable y dejaba que sus pensamientos vagaran por su pequeña colección. Cuando su madre le mencionaba que se había mostrado algo distraída, ella inventaría alguna vaga excusa que serviría para dejarla conforme. Ella realmente amaba a su madre.

Pero a veces, hasta las personas dulces, se cansaban.

Nadie tenía la culpa de su inconformidad.

Por las noches se preguntaba si su existencia sería más que aquello, si iría más allá de jugar y bailar con las ninfas bajo el cuidado de su madre. No podía ser. Pensó en todos aquellos Dioses que habían roto las reglas y no habían sido descubiertos, recordó como había observado la imperfección de los humanos al cometer errores una y otra vez, la mayoría de las veces saliendo exentos de las consecuencias. Eran seres tan fascinantes que seguían caminos de los que no tenían ni idea, todas sus vidas estaban ya planeadas, al igual que la de Perséfone.

Cuando se había levantado, extrañamente radiante, una mañana soleada, se preparó para hacer exactamente lo mismo que todos los días de su vida.

Excepto que el deseo de alguien estaba a punto de cambiar esa historia. Para siempre.

Ella se encontraba tumbada bajo la sombra de un frondoso árbol, cuando un estruendo se extendió por el césped y la hizo temblar, provocando que su corazón latiera a paso desbocado. Los cielos se tiñeron de gris y el sonido de caballos galopando llenó sus oídos.

Miró a su alrededor, las demás ninfas tenían la misma expresión de desconcierto que ella. Cuando un carruaje, conducido por grandes caballos tan negros como el carbón, se acercó al prado muchas de las ninfas salieron corriendo a buscar refugio. En cambio, Perséfone como si sus pies hubieran quedado atados por las raíces de los árboles.

El carruaje se acercaba cada vez más y en un parpadeo, Perséfone fue tomada violentamente de la cintura y llevada contra su voluntad al carruaje que se sumía en las profundidades de un abismo que se había abierto de un momento para otro. No pudo protestar ni tener alguna otra pista de a donde la llevaba su captor, pues lo último que recordaba era cómo la negrura se apoderaba cada vez más de su visión hasta que cayó en un profundo sueño.

Cuando despertó, unos ojos como obsidianas la miraban intensamente. Se sintió sonrojar ante aquél recibimiento. Nadie nunca la había visto de tal forma.

— ¿Quién eres tú?, ¿dónde estoy? —se escuchó preguntar con voz tímida.

El hombre rió sin ganas.

— Soy Hades, Rey del Inframundo, y estás en mi casa.

Perséfone se levantó lentamente de la cómoda cama en la que se encontraba y echó un vistazo alrededor. Sin duda era el lugar más lujoso en el que había estado jamás; con columnas de oro y hermosos vitrales en cada recodo de la habitación donde se encontraban. Allá donde posara sus ojos, encontraría algo brillante o una superficie reflectante donde una chica confundida le devolvería la mirada.

— ¿Y qué hago aquí? —preguntó con calma.

La respuesta tardó en llegar.

El hombre frente a ella, que continuaba mirándola intensamente, tomó un suspiro y desvió la mirada. Perséfone aprovechó el momento para mirarlo más detalladamente, encontrándose pensando que aquél, quien se hacía llamar Hades y la había raptado, era de hecho, el Dios más guapo que había visto en su vida. Él tenía una mandíbula cuadrada y la nariz perfectamente recta, los pómulos sobresalientes con un ligero tono rosa en sus mejillas y los ojos y el cabello negros como la noche, este último que caía en mechones despreocupados sobre su frente.

El Secreto de PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora