Capítulo XIII

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Rachel estuvo lista en un abrir y cerrar de ojos. Desde su primera búsqueda de llaves en el Templo de Concorda, Jasmine había abastecido el armario del camarote para poder acceder a la colección de ropa pirata más rápido de lo que cantaba un gallo. Al parecer, había funcionado.

En el fondo del armario se agrupaban al menos tres pares de botas altas y la rubia al verlas puso los ojos en blanco. Como la última vez, optó por salir a la acción con su par de tenis favoritos.

Antes de salir de la habitación llevó su mano al centro de su pecho, donde se encontraban descansando en completa calma las llaves que había recolectado. La primera, obsequiada por su madre hacía tantos años, continuaba siendo un misterio para Rach, pero parecía ser que coexistía en las mejores condiciones con su compañera.

Mientras tanto, Harry parecía no tener intenciones de volver al camarote y Rachel, con las esperanzas de que la acompañara en aquella aventura finalmente marchitándose, salió resignada del cuarto para encontrarse con la vista de un rubio capitán recostado contra la barandilla, observando el atardecer.

Un cosquilleo se extendió por su vientre.

— Estoy lista —anunció.

Aaron le dirigió una mirada y luego asintió con delicadeza, volviendo su cabeza en dirección al horizonte. Rach no pudo hacer más que acercarse y presenciar el atardecer junto a él.

Había algo más que resultaba inconfundible al compararse con los paisajes desolados que Rachel había observado con anterioridad, pues en la lejanía se alzaba la inconfundible silueta de un pueblo costero con todas las de la ley. Por un momento el corazón de la rubia dio un vuelco, pensando que, en un extraño giro, habían regresado a su hogar.

— ¿Dónde estamos?

— En territorio australiano —respondió Aaron minutos después—, pronto estaremos en sus costas.

Rach parpadeó, perpleja. Una punzada de nostalgia se instaló en su corazón, la idea de volver a su hogar había resultado tan atractiva instantes antes... Solía imaginarse cómo sería irse a un lugar mejor, justo como Riley había hecho, pero nunca pensó la falta que le harían sus seres queridos, en especial si te encontrabas en una misión suicida y sabías que existía la posibilidad de no verlos nunca más.

No le había revelado a Aaron lo asustada que estaba de morir, que había noches en las que la cama del camarote parecía muy pequeña y que ni siquiera el abrazo de Harry era lo suficientemente fuerte para protegerla de sus demonios internos. No le había contado a nadie lo culpable que se sentía por haber hecho todo mal esa última tarde que compartió con su madre. Tal vez, si hubiese escondido mejor la carta, o si simplemente la hubiera roto en mil pedazos; si no hubiese sido tan irrespetuosa con sus palabras quizás podría haber evitado la inminente discusión; si no hubiese salido hecha una furia de su casa, si no hubiera desobedecido las órdenes de su madre metiéndose al mar...

— ¿Rachel? —la llamó Aaron con el ceño fruncido, confundido por su repentino silencio —. ¿En qué piensas, pastelito?

La mención de su tonto apodo le arrancó una débil sonrisa a la rubia. Detalles como esos le hacían imposible apartar de su corazón lo que creía estar sintiendo por Aaron. Sus sentimientos saltaban cada vez que él le dirigía una sonrisa o la más simple de las miradas, a menudo se preguntaba cómo se habría sentido ser besada por ese hombre.

Pero luego estaban sus palabras pronunciadas aquella noche, duras como la piedra, las cuales resonaban en sus oídos en una irritante melodía que provocaba que algo en su pecho se encogiera. Sabía que no podía tenerlo, pero aun así, lo quería.

El Secreto de PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora