Capítulo VII

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No hubo tiempo para chillidos, pues el sonido de algo filoso cortando el aire la hizo detenerse en el acto. El monstruo, que había alargado una de sus gigantes manos hacia la rubia, la alejó repentinamente y comenzó a darse media vuelta. Rachel no pudo evitar notar cómo yacían tres dagas clavadas en la espalda de la criatura.

Al otro lado de la recamara, la sonrisa de Aaron pareció centellar con un brillo pícaro. Rach, por otro lado, tenía ganas de echarse a llorar. Y mientras el cíclope se acercaba al rubio que lo había atacado, ella pensaba en cómo conseguir la llave que continuaba flotando sobre sus cabezas.

Se distrajo cuando divisó cómo Aaron corría en diferentes direcciones. Entonces los alaridos llenaron sus oídos y Rachel se dio cuenta de que un rubio colgaba de la mano del cíclope.

— ¡Rachel, ayúdame!

La visión de Aaron atrapado a merced del monstruo provocó que su corazón se acelerara. No fue hasta que él le apuntó hacia las columnas por las que había estado corriendo, que ella comprendió con qué el capitán necesitaba ayuda.

El monstruo se encontraba distraído con Aaron, así que Rachel se acercó a una de las columnas, de donde colgaba el extremo de una soga y continuó el trabajo del rubio, enredando la cuerda alrededor de las columnas hasta que esta se terminara.

Cuando terminó su trabajo ató tan fuertemente la soga como pudo, sintiendo como esta quemaba la palma de sus manos. Se dio cuenta de que el cíclope aún seguía sin ponerle atención así que tomó una roca del piso y la lanzó a su cabeza.

Le tomó tres intentos para dar en el blanco, pero cuando lo hizo, el monstruo fijó su mirada en la pequeña rubia y avanzó peligrosamente rápido hacia su posición. Ella observó cómo Aaron clavaba su última arma en la mano del gigante y acto seguido caía al suelo tan ágilmente como un gato.

Corrió hasta ella, Rachel no comprendía por qué, pero se dejó jalar por él hasta que estuvieron a una distancia prudencial del monstruo que ahora luchaba contra las cuerdas que se enredaban a sus pies.

Finalmente cayó y después del último estruendo causado por el cíclope, Rachel notó el sonido de algo metálico impactar contra el piso. Se acercó corriendo al lugar donde descansaba la llave dorada y de pronto el zumbido que se había apoderado de ella desapareció.

Incluso el colgante en su cuello se calmó.

Rachel volteó hacia Aaron, quien se encontraba asegurándose de que el monstruo no despertaría, y luego levantó la llave dorada del duro suelo. Acto seguido ella se sacó el colgante de debajo de la ropa y abrió desmesuradamente los ojos cuando notó que ambas eran iguales.

La llave que su madre le había regalado era dorada y alargada, con un diseño intrincado que se entretejía hasta descansar en tres pequeñas esmeraldas. La única diferencia que guardaba con la llave que sostenía en sus manos eran los tres pequeños rubíes en lugar de las preciosas piedras color verde.

La rubia escuchó a Aaron rezongar así que se guardó rápidamente el colgante y le enseñó al capitán la llave con los rubíes.

— ¿Todas son así? —preguntó esbozando una sonrisita.

El capitán se acercó a ella con paso rápido y el rostro lleno de sorpresa.

— No puedo creer que la hayas conseguido.

La alegría en su tono era casi palpable, y Rach se sorprendió gratamente cuando el rubio la envolvió entre sus brazos y la estrechó con fuerza. No pasó más de un segundo para que ella se decidiera a devolverle el abrazo y ahogar una carcajada que de pronto brotaba desde lo más profundo de su ser.

El Secreto de PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora