Capítulo 4. Rasshul (I)

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            «Aléjate del falso resplandor de la noche», dijo el señor de los hombres. «Mientras más te alejes, más brillante y duradero será tu reinado, Iqsare, diosa de luz».

La diosa del día oyó sus palabras y dejó de sonreír a la oscuridad que se desvanecía ante ella cada mañana, y Ruq, el aro de brazos dorados que siempre la había sostenido, se extendió sobre la tierra para que todos observaran su poder. Pero aquéllos que adoraban a la noche de sombras se escondieron del eterno fulgor y le dieron el nombre de Lykarih, fuego del pasado. Así sus lenguajes se separaron también.

Desde entonces el equilibrio sabio de los días y las noches vivió sólo en la memoria silenciosa y en su palabra escrita.

*

Desde hacía algunos días el calor dentro de aquellas paredes de madera se había vuelto insoportable. Shakbaah temía que su madre muriera pronto si aquel fatídico viaje no terminaba. Ella misma sentía que se asfixiaba cuando el sol se posaba sobre el bajo techo que las aprisionaba durante el largo transcurso del día. También temía que sus huesos y músculos acabaran por atrofiarse al no poderse alzar completamente más que en los ratos en los que los soldados se dignaban a dejarlas salir de su prisión sujetas con una gruesa cadena. La joven sabía que tanto su madre como ella estaban al límite de sus fuerzas, pero se rebelaba ante la idea de morir en aquella caja de madera o en manos de aquellas bestias.

Una inusual algarabía la despertó un día mientras dormitaba casi desfallecida bajo el potente sol. Enseguida acercó un ojo a la rendija y descubrió que se encontraban en medio de una población donde la gente iba y venía alrededor del carro sin prestarle atención. Shakbaah no recordaba haber visto nunca a tantas personas juntas, ni siquiera durante el tiempo en que había vivido con sus padres en lo que se consideraba la civilización. Además, los habitantes de aquel lugar eran todos de cabello y piel oscuros, lo cual producía en la joven un exótico efecto de asombro y curiosidad. Las únicas personas de Sol que había conocido, además de su padre, habían sido sus captores, pero nunca había visto mujeres de piel oscura ni hombres de Sol que no llevaran traje militar. Observó que las ropas de aquellas gentes distaban mucho de las sobrias vestimentas de campesinos que solían llevar los aldeanos en Luna. Los habitantes de aquella tierra vestían túnicas de colores brillantes y algunos se cubrían la cabeza con pañuelos que dejaban caer sobre sus hombros. A Shakbaah le pareció que alzaban la voz más de lo necesario y que hablaban todos al mismo tiempo.

El carro avanzaba sin prisa por un camino empedrado situado junto a lo que parecía ser un mercado. En los numerosos puestos y tenderetes, vio gran cantidad de frutos desconocidos de muchos tamaños y texturas, así como alhajas, muebles, telas de los más diversos colores, y, sobre todo, le llamó la atención la forma en que los animales eran expuestos en jaulas. Había especies desconocidas para ella, como enormes conejos o pequeños lobos de variopintos pelajes, que no parecían destinados a convertirse en alimento. En todos lados, las personas gritaban y anunciaban sus productos con un acento parecido al que recordaba en su padre, pero más cantarín, más agudo. El confuso vocerío fue en aumento hasta tornarse en molesto bullicio y Neishah abrió los ojos.

—Madre, mira. ¿Dónde estamos? —preguntó Shakbaah al advertir que su madre estaba despierta.

Con gran esfuerzo Neishah separó los labios para hablar, pero no produjo ningún sonido.

—Ven a ver —insistió la joven.

La mujer intentó desplazarse hasta la rendija, pero desistió al segundo intento. Su debilidad había alcanzado el punto en que se dejaba manipular como un bulto y casi no se movía ya por sí sola. Cuando era obligada a bajar del carro, simplemente se sentaba junto a él hasta que volvían a subirla a la caja de madera. Por fin, reunió la fuerza para decir:

—Debe ser Tarhhak.

Shakbaah había leído sobre Tarhhak, la ciudad más importante de la Región de Sol, aunque sabía que los habitantes de ese lugar le daban otro nombre. Su madre empleaba la misma denominación que los libros escritos en el antiguo idioma de Luna.

—¡Por Shak! ¿En serio crees eso?

Pero Neishah no respondió. Había vuelto a cerrar sus claros ojos.

Shakbaah sabía que nadie podría oírla en medio de aquel alboroto, pero aquélla era su forma de demostrarse a sí misma que no se había rendido. Una vez más comenzó a golpear los paneles de madera que la retenían como a un animal y gritó pidiendo ayuda hasta que su voz se transformó en un ronco aullido. Sus nudillos empezaron a sangrar de nuevo, pero no se detuvo hasta que un intenso dolor se extendió por todos los músculos de su cuerpo. Entonces se dejó caer junto a su madre y, por primera vez desde que aquella horrenda pesadilla había empezado, lloró. Escondió la cara entre sus debilitadas rodillas y lloró con tal desesperación que Neishah volvió a abrir los ojos.

—Hija... —empezó a decir, pero no terminó la frase.

Shakbaah continuó llorando con inmenso desconsuelo y sus lágrimas contenían el punzante dolor y la ira acumulada de quien ha visto su mundo desintegrarse en unas pocas semanas. Y no era la primera vez. Cuando el acceso empezó a perder vehemencia, la muchacha advirtió que su madre le sujetaba débilmente el brazo.

—Hija... —repitió Neishah, pero tampoco esa vez dijo nada más.

Shakbaah alzó la cabeza y clavó su mirada en el pálido rostro de la mujer de Luna.

—Ya no más, madre —declaró con voz suave pero firme—. Ya no habrá más lágrimas. No volveré a llorar.

Después de atravesar la ciudad, el carro volvió a tomar un desolado sendero y el silencio rodeó de nuevo a las prisioneras. Sin embargo, a tan sólo un día más de camino parecía encontrarse su destino final. Al amanecer, cuando el sol había empezado a ahuyentar a la consoladora luna una vez más, el carro se detuvo. Shakbaah se acercó rápidamente a la rendija y en principio no fue capaz de ver nada más allá de altos y frondosos árboles. Oyó, no obstante, la voz de Daqhan:

—¡Rasshul! ¿Dónde estás, viejo holgazán?

Y enseguida otra voz, más débil y enronquecida, llegó a sus oídos:

—Señor, aquí, señor.

Poco después, las mujeres fueron obligadas a bajar del carro y conducidas hasta el interior de una casa bastante grande, o por lo menos eso le pareció a Shakbaah después de vivir tanto tiempo en la pequeña cabaña y de las espantosas semanas en la caja de madera. Un viejo sirviente recibió a los viajeros.

—¿No hay comida preparada? —preguntó Daqhan con tono irritado.

—No sabía que venían, señor —respondió el sirviente—. Prepararé algo de inmediato.

—Que sea rápido. Tenemos hambre —añadió el soldado señalando con un gesto a su compañero.

Luego, dirigió la mirada hacia Neishah, que apoyada sobre su hija apenas se tenía en pie.

—Prepara una habitación para esta mujer y procúrale agua y paños limpios para que pueda lavarse. Necesitará también algo de ropa, más alegre que la que llevan en esas oscuras tierras de las que procede. En cuanto se recupere un poco, te ayudará a organizar tus labores domésticas, pero trátala con respeto porque va a ser tu señora.

Rasshul se mostró confuso, pero no preguntó nada. Tan sólo bajó la cabeza en señal de aceptación y después miró a Shakbaah con evidente curiosidad.

—A la muchacha, instálala en el sótano. No es necesario que le consigas nada más, sólo algo de comida, pero ten cuidado con ella, es bastante salvaje —ordenó Daqhan mientras se llevaba la mano a su lastimado rostro.

—¿En el sótano? —preguntó el sirviente con manifiesto asombro.

—Sí, eso he dicho. Y enciérrala bajo llave. ¿Tienes algo que objetar?

El anciano pareció dudar unos segundos, pero finalmente volvió a bajar la cabeza y accedió:

—Como el señor ordene.

Shaktarha, de Luna y de SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora