Capítulo 7. Jaqhdir (II)

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  Desde allí arriba el mundo adquiría otra dimensión y el tiempo parecía dejar de existir. Sólo importaba el acompasado galopar del caballo y el firme abrazo de aquel cuerpo fuerte, seguro, sabio, que la sostendría por siempre. De vez en cuando, la niña miraba hacia atrás y encontraba la serena mirada que tanto admiraba. Después volvía a dirigir la vista hacia el horizonte que se extendía frente a ellos tan inalcanzable como la brisa de libertad que les acariciaba el rostro. Brisa de libertad... de libertad...  

Una vez más, Shakbaah abrió los ojos y, sintiendo todavía el fuerte abrazo de su padre, se dio cuenta de que había vuelto a perder la consciencia. No sabía si había caminado mucho antes de desplomarse, sólo se recordaba avanzando lenta y dolorosamente entre aquella espesa arboleda. Tampoco estaba segura de cuánto tiempo había pasado desde su huida, pero creía haber visto ya la luna y de nuevo el sol. Advirtió que Zykbar le había dejado otra pequeña presa con la que alimentarse, y sabía que debía comer o no tardaría mucho en morir, aunque lo que en realidad había empezado a torturarla era una sed terrible. La sangre que había perdido y aquel sol insoportable que atravesaba incluso el denso bosque le habían dejado la boca completamente seca.

Con gran esfuerzo logró ponerse otra vez en pie. Tenía que encontrar un río o un lago que la ayudara a sobrevivir. Sabía que si se dejaba morir su madre estaría perdida y eso la impulsaba a seguir adelante, a pesar de que, en el estado en que se encontraba, era posible que hubiera estado caminando en círculos o incluso que estuviera acercándose de nuevo a la casa de Daqhan. Esa idea le provocó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo y entonces notó que sus manos no dejaban de temblar a causa de la debilidad y la fiebre. Sin embargo, debía seguir, no podía detenerse por ninguna razón. Sólo la Muerte, sólo Kerhaag, se dijo, podrá detenerme.

Estaba segura de que no había olvidado un solo momento de lo ocurrido tras la muerte de su padre, si bien su madre pensaba que no podía recordarlo con detalle. Pocas noches después del terrible suceso, Neishah y su hija abandonaron la aldea que habían intentado convertir en su hogar para aventurarse hacia la mismísima incertidumbre. La mujer de Luna explicó a la niña que no podía seguir viendo los rostros de aquellas personas sin saber si alguna de ellas había asesinado a Jaqhdir. Temía, además, que Shakbaah corriera la misma suerte. Necesitaban encontrar un nuevo lugar donde nadie conociera su historia, aunque los rasgos de su hija eran imposibles de esconder. Durante interminables noches vagaron por el bosque sin un rumbo determinado, alimentándose con las pocas provisiones que llevaban, además de frutos y raíces. Shakbaah contaba sólo con veinticuatro estaciones de edad, pero nunca había olvidado las largas caminatas hacia ninguna parte, el hambre que consumía su estómago, el frío aire nocturno que les helaba el rostro y las manos, y el insoportable sol del día, del que no podían ocultarse completamente. No había sido una experiencia fácil de olvidar.

Encontrar aquella cabaña abandonada en un recóndito lugar al que algunos llamaban el paraje olvidado, había sido un verdadero milagro. Se encontraba en un estado lamentable, por lo que concluyeron que nadie podía vivir en ella. Sólo contenía algunos libros viejos sobre plantas y pócimas enterrados en montañas de polvo. Nunca llegaron a saber a quién había pertenecido y prefirieron pensar que había sido un regalo de Shak, dios Luna. Trabajaron duramente para convertirla en una vivienda aceptable y pronto descubrieron que, si bien la cabaña parecía perdida en el bosque, existía una pequeña aldea a tan sólo media noche de camino, a la que Neishah empezó a aventurarse de vez en cuando para intercambiar algunos productos que las ayudaran a sobrevivir. Madre e hija entendían el peligro que suponía vivir solas en aquel lugar, pero habían aprendido que vivir en sociedad podía ser a veces aún más peligroso.

Durante varias estaciones habitaron aquel rincón del bosque, sin que ninguna visita alterara su existencia, hasta que una noche de clara luna un caminante perdido y hambriento llamó a su puerta. Daba la impresión de haber vagado por los bosques durante largo tiempo. El hombre era amable, callado, incluso apuesto, pese a la gran cicatriz que le afeaba la frente, así que ambas pensaron que se trataba de otro presente de Shak y lo aceptaron en sus vidas sin preguntas. Permaneció con ellas algunas semanas, las ayudó a fabricar los muebles que faltaban en la cabaña y un atractivo adorno para cubrir la oreja herida de la niña. Su nombre era Kurm y una noche desapareció de la misma forma repentina en que había llegado. Les dejó, no obstante, un hermoso regalo que nació dos estaciones después de su partida y recibió el nombre de Ayan.

*

La tercera vez que Zykbar le ofreció parte de su almuerzo, Shakbaah aceptó. Como no tenía fuerzas para encender un fuego que habría sido además demasiado peligroso, la joven mordisqueó la carne cruda y sangrienta hasta que las náuseas le impidieron seguir comiendo.

—Necesito agua. Agua —articuló lentamente dirigiéndose al gato, que la había estado observando mientras comía.

Shakbaah sabía que el animal debía de obtener el preciado líquido de alguna forma, pero estaba demasiado débil para seguirlo cuando se perdía entre la arboleda. Era consciente de que no podría resistir por mucho tiempo si no encontraba alguna casa, algún poblado o alguna persona que la auxiliara, aunque conocía muy bien el riesgo que implicaba para ella cualquier contacto con alguien desconocido.

—Zykbar, ayúdame a encontrar mi camino —rogó con infinita desesperación.

El gato, que en poco tiempo había aumentado considerablemente de tamaño, se acercó a ella y frotó su cuerpo contra el de la joven varias veces. Después, se encaminó hacia la espesura. Shakbaah se aventuró con gran dificultad tras él hasta que lo perdió de vista en la oscuridad. Para su consuelo, la noche había empezado a caer de nuevo, por lo que se sintió con fuerzas suficientes para continuar avanzando, aun sin saber hacia dónde, porque aquellos árboles inmensos del bosque de Sol se perdían en las alturas, cubriendo el cielo y su pálida luz nocturna casi por completo. No era como la vegetación que conocía, la que siempre permitía divisar la luna y las estrellas. De todas formas, no tenía ninguna opción mejor que tomar, así que siguió hacia el lugar por el que creía haber visto desaparecer al felino.

Caminó entre las sombras durante largo rato sin poder alcanzar a Zykbar ni llegar a ningún lugar. Toda su energía se concentraba en colocar un pie delante del otro hasta que debía agarrarse a alguna rama durante unos segundos para no caer antes de poder reanudar la marcha. Cuando sentía que iba a desvanecerse, se obligaba a repetir el ritual y lograba recorrer una parte más del incierto camino. En un momento dado, se dio cuenta de que estaba avanzando con los ojos cerrados, por inercia, y en su mente se acumulaban imágenes que le hacían dudar si estaba soñando o permanecía despierta. Pero no se detuvo hasta que, súbitamente, sintió que el bosque desaparecía y el terreno se volvía más amplio. Abrió entonces los ojos y se encontró en un espacio descubierto, bajo una débil luna. Tal vez, pensó, se trata de la pradera que vi desde el carro. Zykbar debe de haberme encaminado por algún atajo a través del bosque. Miró a su alrededor, pero no pudo divisar al gato ni a ningún caminante. Seguramente estoy cerca de Tarhhak, supuso, aunque en realidad no estaba segura de si eso debía alentarla o afligirla aún más. Lo cierto era que su cuerpo ya no le respondía ni veía de dónde extraer la energía para dar otro paso. Ya no, ya no puedo. Sin hallar ningún árbol donde sostenerse, cayó de rodillas al límite de sus fuerzas, presa de un violento mareo. Todavía se arrastró algunos metros rodeada por una oscuridad que pareció hacerse más y más densa.

Durante una borrosa eternidad escuchó su propia respiración, que se iba haciendo cada vez más débil. Estoy muriendo, se dijo. Y mi madre morirá también. Intentó aún levantarse, pero el dolor en su cuerpo era demasiado intenso, un dolor sordo, continuo, que se agravaba infinitamente cuando trataba de moverse. Abrazada por aquellas tinieblas, ya no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. Entendió que la vida estaba huyendo de ella sin remedio, apagándose entre aquellos jadeos provocados por la sed insoportable que la había torturado durante horas interminables. Padre, murmuró. Ayan.

En la más profunda oscuridad, en los abismos perdidos de las noches de Sol o Luna, en sus senderos ocultos, hallarás la fuerza que no necesita luz alguna. Las respuestas tardarán en llegar, pero se abrirán paso porque son lo único que existe. Existen sin necesidad de existir. Con los ojos cerrados podrás verlo. ¿Sueños o pensamientos? Caminos, al fin y al cabo, que son tan tuyos como ese despertar.

Estaba amaneciendo cuando sintió el agua fresca sobre su rostro. Entreabrió los ojos para encontrar una mirada gris claro y una reconfortante sensación de serenidad la envolvió de inmediato. Extendió su débil mano para alcanzar los rubios y lacios cabellos que caían sobre ella.

—Ayan —pronunció con gran esfuerzo—. Ayan.

Y cerró los ojos de nuevo.

Shaktarha, de Luna y de SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora