XVI "Regiones Celestes"

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El tiempo podía medirse cercano a la madrugada, unas cuantas horas antes de que el sol se alzara en lo alto, rezumbando entre las espesas nubes hechas de hilos delgados, entretejidas infinitamente. Las regiones no eran como otros parajes, como el magnífico desierto de cristal, donde la arena emitía destellos cristalinos y el cielo estaba tachonado de estrellas. Las Regiones Celestes se componían de un enorme desierto lleno de ruinas derrumbadas sobre sí mismas y quizá, caídas de alguna antigua civilización en los primeros tiempos del infierno; de noche, el cielo era infinitamente oscuro como boca de lobo, sin siquiera una mínima estrella que lo adornase. Muchos solían decir que era propio para un lugar como ese, donde terminaban los ángeles caídos y el brillo estelar no les acompañaría a aquellos que abandonaron su hogar celestial. Eran hermosas y terribles, la forma más sencilla de demostrarle a los caídos que la luz no les acompañaría nunca más, y serian condenados a una vida infesta de pecados y repugnancia demoniaca.

El lugar estaba lleno de impecable oscuridad, y solo podía dibujarse la oscura silueta de la arena deslizándose suavemente de un lado a otro, llevada por ráfagas de viento sopladas como murmullos. El príncipe caído seguía de pie, obligándose a permanecer de esa forma hasta que llegara a quien esperaba; sintió el deseo de ir horas antes de lo acordado, no sabía por qué, pero un pensamiento de inquietud lo asalto al pisar las regiones. "He caído" pensó, ajeno al frio que lo rodeaba. La arena corría bajo sus pies y le ocultaba parte de las botas; echo un vistazo a su anillo negro y comenzó a darle vueltas en el dedo, casi sin percatarse de ello. Estaba impaciente, ya casi era hora.

Un circulo se dibujó en lo alto del cielo, primero amarillento, y luego fue tornándose blanco. El murmullo del viento se transformó en un silbido agudo que fue ahogado por la inmensidad del paraje desolado; del circulo emano un potente halo de luz semejante al que produciría una linterna encendida desde lo alto. Descendió una figura angelical, seguida de dos más; vio el rostro serio y las cejas casi severas del primero en tocar el suelo, ya había visto esa expresión antes.
—Lucifer —dijo este.

Se acercó lentamente, reprimiendo una sonrisa irónica —. Akatriel.

Los otros dos ángeles se mantenían detrás de su hermano mayor, mirando recelosos al traidor del cielo; era curioso que jamás hubiesen llegado a entablar muchas conversaciones con él, solo lo recordaban como el más listo, el más hermoso y aquel que les era indiferente. Ambos mantenían las manos sobre sus armas, aunque Lucifer no diera siquiera un indicio de querer moverse. El halo de luz comenzó a desvanecerse con lentitud, primero, convirtiéndose en mínimos destellos como gotas brillantes, hasta esfumarse en delgadas líneas blancas.
—Espero que sepas lo mucho que tu pacto celestial va a costarte a ti y a tus legiones —alzó la ceja, evaluando a los ángeles vestidos de impecable blanco —. Como dije en nuestra sesión anterior, no planeo ser muñeco de manipulación.

—Es beneficio mutuo —declaró, dando un paso al frente, hundiendo su pie en la arena —. Te ayudamos a ganar, tu obtienes de nuevo el infierno...y el balance universal se mantiene.

Lucifer esbozo una sonrisa cruda, carente de emoción. Se tomó su tiempo para dar una respuesta concreta; miraba como las dunas móviles iban adquiriendo tonalidades más claras. Comenzaba a amanecer, y su rostro demacrado seria iluminado por esa luminiscencia traslucida, demostrándole a sus antiguos hermanos lo que ya intuían.
—No quiero que me culpen si algo pasa con sus legiones blancas. Aquí abajo no es para cualquiera —su sonrisa se ensombreció —. La oscuridad corrompe hasta los huesos. Claro que, me parece una insensatez traer tropas del cielo a una guerra infernal, y eso que soy el diablo.

Akatriel no dijo nada en lo absoluto, no porque estuviese de acuerdo, o ligeramente aterrado de la idea de perder a más de los suyos, sino porque no sabía exactamente que responderle a Lucifer sin que este percibiera la incertidumbre en las palabras. La furia fue acumulándose en su interior como un torbellino imparable; con cada gesto que lograba divisar en el rostro del caído sentía crecer las ansias de acabar con él ahora que tenía la oportunidad, pero enseguida negó sabiendo que no podría. "Condenado al infierno para regirlo" no, no podía acabar con él. La arena comenzó a deslizarse una vez más alrededor de ellos, de modo que parecía como si una enorme serpiente se arrastrara bajo las olas arenosas, a punto de tragarlos en cualquier momento.
—Las legiones casi están listas —dijo al fin, mirando al cielo en busca de alguna estrella, pero se lamentó de haberlo hecho. El vacío se apodero de su alma como una punzada. Lucifer notó esto, a pesar de sentir algo parecido por estar en ese lugar, no dijo nada y asintió despacio. Allí había caído cuando fue expulsado del cielo.

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