Enfrentamiento directo

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Kaylen 

Me retiro a mi habitación con Anna Karenina bajo mi brazo. Ya lo he leído. Es un maldito relajante. La biblioteca de mis padres está llena de libros que mantienen por apariencias, no placer, pero yo amo la sensación de las hojas entre mis dedos, de desplazarme a un mundo diferente al mío. 

Mi mente sigue dando vueltas con la conversación que tuve con el chico que vagaba por el pasillo de la habitación de mi madre, usando pantalones manchados de pintura y una camisa que no escondía un tipo de tatuaje: Roman.

—Toc, toc —canta mi madre.

Miro sobre mi hombro para verla de pie en la puerta, usando pijamas de seda. —¿Por qué siempre dices eso en vez de, no lo sé... tocar?

Rueda los ojos y se acerca para sentarse en el borde de mi cama. —¿Cómo te estás sintiendo? ¿Un poco mejor hoy?

Siempre me pregunta eso, como si tuviera un caso de gripe en vez de un sistema nervioso defectuoso. —Bien, mamá. Todo está trabajando en orden. —Excepto por mi cerebro.

—¿Quieres ir a caminar?

La risa histérica se retuerce en mi pecho, tratando de liberarse. Hacemos esto cada día. —No.

—¿Podríamos ir a la pequeña panadería que está cerca del paseo marítimo? ¿La que hace los bollos de jengibre?

—Estás usando pijama. —Tomaré cualquier excusa, y estoy tratando de mantener esto agradable.

Toma la seda roja de su vientre. —Me cambiaré, obviamente. Y tú también, a menos que quieras que la gente piense que he criado a una chica que piensa que está bien usar pantalones de yoga fuera de una clase de yoga.

—Quiero leer el siguiente capítulo.

Gruñe. —Kaylen, estás empeorando. Estabas dispuesta a caminar hace unas semanas.

Lo estaba; hasta que me di cuenta de que no era seguro, incluso en terreno familiar.

Frunce el ceño y tira tan fuerte que sus uñas se hunden en mi piel. —¡Vamos! Dios, ¿por qué eres tan necia?

Aparto mi brazo de ella antes de hacer algo peor. —¡No! —grito, mirando las marcas rojas que ha dejado en mi brazo—. ¿Por qué tú eres tan necia? Tengo venticuatro años, y si digo que no quiero chocolate caliente, ¡no quiero un maldito chocolate caliente!

Se sienta de nuevo, un tono más pálido. —Solo estoy tratando de ayudarte. Te encantaba esa panadería —dice.

Aún me encanta. Desde que era pequeña, había soñado con pasar mis días en un lugar como ese, rodeada de esencia de vainilla y canela, con harina en mis manos.

—Tus pequeños pasatiempos no te están ayudando. De hecho, creo que te están empeorando. —Empuja mi hombro con el suyo, como si estuviera diciendo algo amistoso en vez de implicando que todo lo que disfruto es estúpido—. Tengo algo que quiero que intentes. Algo mejor que hornear o leer.

Uh oh. —Mam{, en serio, no voy a ir a...

—¡Ya lo sé! ¡No vas a ir a ningún lado! ¡No vas a salir de la casa! 

—Me expreso muy bien en la cocina.

—¡Deberías estar haciendo algo más cultural que manchar de masa tu ropa! —espeta antes de tomar un respiro y suavizar su tono—. Y necesitas hacer algo más terapéutico que hornear magdalenas.

—Tú necesitas dejar de decirme qué es lo que necesito. —No tiene idea de lo que se siente. Si tuviera que expresar lo que está dentro de mí, sería básicamente un largo y estridente grito.

Alas rotas a traves del cristal (Román Burki)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora