II. El rinconcito del mar

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 Lo primero que te recibía era un reducido pasillo de tres metros de largo, con las paredes angulosas y oscuras, el final era marcado por una escalera que descendía hacia la penumbra y no prometía nada bueno. Los peldaños eran irregulares, algunos más altos o anchos que otros como si los hubiesen hecho con la intención de que te cayeras y rodaras hacia abajo. Me introduje en las sombras con los brazos extendidos.

—¿Sobe no conoces algún hechizo de luz?

—No... —se lamentó— Dante es bueno recordando todos los hechizos, Walton se luce poniéndolos en práctica, yo sólo soy útil construyendo cosas como esas gafas geniales que te fabriqué —se hizo un silencio y añadió chasqueando los dedos—. ¡Jonás, hice esa cosa con las funciones del casco de los soldados!

—Sí ¿y?

—¡Los cristales tenían muchas funciones como binoculares y...

—¡Visión en la oscuridad! —grité recordándolo, me sentí tonto por no acordarme antes pero, después de todo, no había tenido que usar mucho esas funciones en el último año.

Cuando Sobe me lo había hecho dijo que funcionaba del mismo modo que los cascos de los soldados de Dadirucso y esos, una vez programados, respondían a la voz del que los usaba. Me aclaré la garganta e hice el intento:

—Encender ¿Visión nocturna?

—Suenas tan ñoño como imaginé que sonarías. Para mí esas gafas ya cumplieron su función.

De repente ante mis ojos se visualizaron los peldaños engañosos que descendíamos. El techo se encontraba rozando nuestras cabezas y las paredes estaban tan juntas que no podría siquiera abrirme de brazos. Tomé la delantera de la fila y Sobe anduvo en retaguardia diciendo todo tipo de cosas que me daban escalofríos en la espalda.

—Esto me recuerdan a las cárceles de Dadirucso donde nos encerraron el año pasado.

—Por favor, no me menciones ese lugar —suplicó Berenice.

—¿O te echarás a llorar? —preguntó conteniendo la risa.

Berenice le dio un codazo en las costillas que se oyó en la penumbra. Sólo se oían nuestros pasos contra la roca y algunas gotas que se resbalaban por la pared sudorosa. La escalera terminó abruptamente en un nuevo pasillo y a lo lejos vi una tenue luz que resultaría imperceptible para cualquier ojo. Caminamos hacia allí sin mucha determinación y nos topamos con una celda que tenía una hendidura en la parte superior de la pared donde se filtraba una luz enfermiza ya que afuera se desataba una tormenta.

Apagué la función y pude ver tras las rejas a Albert, durmiendo apaciblemente sobre en una litera. Un relámpago iluminó todo con más claridad, Berenice suspiró, apretó los puños y gritó furiosa:

—¡Vamos viejo decrepito sé que nos oíste entrar, mueve tu trasero!

Pero Albert no se movió de lugar. Le habían dado ropa limpia y de una manera irónica se veía mejor que la última vez. Vestía unos pantalones cortos y llamativos de colores brillantes con una remera sin mangas, medias hasta las rodillas y sandalias. Tenía el cabello peinado de una manera prolija, no tan a lo científico loco y descansaba tan plácidamente que parecía muerto. Sobe pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro.

—Creo que estiró la pata.

Berenice se inclinó, recogió una piedra del suelo y comenzó a golpearla contra los barrotes como un guardia que recorre con su porra la trayectoria de la jaula.

El futuro perdido de Jonás Brown [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora