III. Mala suerte

245 46 32
                                    


Había soldados de la mesnada en la puerta, los observaba desde lo alto, agazapado en el tejado.

El túnel me había conducido una habitación abandonada en el edificio, la abertura estaba escondida en una esquina. La habitación era cuadrada, había una enorme cama matrimonial en el medio y todo estaba cubierto de plantas susurrantes. Olía a humedad y encierro. No se veía nada pero aun así la oscuridad me encandiló, me había acostumbrado a la penumbra de los túneles. Yabal se dirigió a uno de los ventanales, caminó por el balcón y de un salto se encaramó al techo.

Era de pizarra roja, ladrillos y cerámicos, la mampostería estaba colocada tridimensionalmente de modo que desde los cielos se formara un dibujo. No pudimos ver el dibujo pero nos vino de perlas los pequeños peñascos. No fue problema caminar por los tejados que estaban repletos de asideros y rocas enormes que me ayudaban a ocultarme.

Me parecía extraño que Yabal hubiese deambulado por allí, era evidente que mentía porque una visita turista no implica deambular por tejados elevados con posibilidades de muerte. Estaba amaneciendo y las estrellas perdían resplandor en el lienzo lavanda.

Podía ver todo desde allí, la cuidad separada por secciones de artesanos, el campo de refugiados y los barrios inferne colmados de peligros. Más allá en el horizonte estaba recostado el denso bosque, recubriendo colinas. Las montañas eran una fina franja en la distancia.

Estábamos examinando a los soldados, asomados en la cornisa, detrás de una canaleta y una piedra tan alta como para tapar a los dos. Yabal entornaba la mirada. Los soldados eran cinco, podíamos contra ellos pero el problema era que cada uno tenía un cuerno atado al cinturón. Si atacábamos a uno ellos llamarían refuerzos y entonces vendrían más. No podía dejar que me atraparan o siquiera llamar la atención, no cuando el hijack, Morbcok, Ann y Zigor estuvieran dando vueltas por ahí. Era mucha vigilancia por una estúpida corona.

—No puedo negar que es una tarea difícil. Creo que necesitamos una distracción.

—¿Cómo cuál? —pregunté.

—No sé, yo soy el coraje en esto, tú eres el cerebro.

—¿Quién dijo que soy el cerebro?

—Pues yo.

—Es cierto, si crees que puedo ser el cerebro es que no tienes mucho cerebro —suspiré.

—Exacto.

Observé como el soldado caminaba de un lado a otro del balcón.

Estaban detrás de una arcada, en una serie de balcones colocados paralelamente, formando un cuadrado donde se podía ver el resto de los pisos inferiores. Los balcones rodeaban un pequeño jardín, algunos árboles delgados se erguían hasta la galería donde estaban ellos.

—Necesitamos una distracción —repetí como si eso llamara a las ideas.

—Ojalá tuviéramos a alguien con agallas —rio de su propia broma y se descolgó la navaja—. Todo sea por la venganza.

Bajó sigilosamente del tejado hasta el balcón más cercano, aterrizó con destreza, pude ver sus omoplatos debajo de la capa, era muy delgado. No lo había notado, estaba un piso por encima de ellos, los escudriñó entre los balaustres y se deslizó hasta la escalera. Cuando comprobó que nadie lo veía descender de la escalera, se enderezó y comenzó a gritar:

—¡El rey ha desaparecido!

—¿Qué?

—El rey... nadie lo encuentra. Ha desaparecido.

El futuro perdido de Jonás Brown [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora