III. Cata... ¿Qué?

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 Miles había guardado su juego, se había calado la gorra hasta los ojos y descansaba con los brazos cruzados. Petra se acercó hacia mí, suavizando sus pisadas para no despertar al resto. Dobló las piernas debajo del peso de su cuerpo y señaló con su mentón mis manos.

—Déjame curarte eso.

—¿Cómo lo harás? —pregunté inclinándome a su lado.

Petra tenía el cabello suelto, enredado y alborotado como un huracán color caramelo, se lo había acumulado distraídamente detrás de su oreja. Su piel bronceada hacía que sus ojos brillaran como estrellas en la noche, estrellas coloridas como si fueran vistas a través de un caleidoscopio. Sacudí mi cabeza y me pregunté por qué la estaba viendo demasiado. Tal vez era el cansancio.

Le tendí mi brazo que comenzaba a oler a sangre coagulada. Diablos, por qué no podía ser encantador cómo ella.

—Lo lamento.

—Hueles mejor que Sobe y eso que a él nunca le limpie una herida.

Ella desvendó primorosamente mi mano, agarrándola con sus dedos finos. Vi mi herida, parecía haber sido cocida por un hombre ciego con pulso de gelatina. El profundo surco se extendía de mi meñique hasta la curvatura que había entre el pulgar y el índice. Alrededor del amasijo de carne e hilo la piel se encontraba hinchada y roja, cubierta de sangre seca. También me habían suturado los cortes que las garras de Morbock había hecho en mi brazo. Ella reaccionó como si estuviera acostumbrada, con seguridad y rapidez. Petra colocó sus manos entre las mías, unas chispas de color cobalto saltaron como llamas silenciosas y lentas. Sentí una oleada de calor ascender por mi brazo, el dolor de los músculos desapareció y por un momento la herida sólo se veía horripilante pero no se sentía para nada horripilante.

—Gracias, me gustaría poder devolverte los favores.

Ella se encogió de hombros.

—No siempre puedes tratar a la gente como ellos te tratan.

—Ouch.

Ella sonrió débilmente.

—Sonó mejor en mi cabeza, demonios ahora sé lo que se siente hacer un comentario que nadie comprende como Miles o Sobe —desvió la mirada hacia Sobe y al ver que continuaba dormido sonrió como si imaginara lo contrario—. Debería plantarme un taller de sanación ¿no crees?

—¿Puedes sanar lo que sea?

—No puedo curar el mal de tontos. Lo peor es que los tontos no saben qué es el mal de tontos.

—¿Qué es el mal de tontos? —en el momento que pregunté me arrepentí.

Ella rio.

—No puedo creer que hayas caído en un truco tan viejo —rio y luego siguió—. Pero hablando en serio, no puedo curar las heridas mortales, si intento sanarlas lo más probables es que muera yo también. Tampoco puedo curar los corazones rotos, eso no se puede sanar con nada.

—Algunos dicen que con helado se sanan —me arrepentí al momento que lo dije—. Digo... claro, no es que tengas la misma utilidad que la comida... perdón, no quise decir eso, es decir, no es que nadie quiera comerte, seguro muchos chicos quieren comerte... por favor detenme.

Ella rio como si no esperara otro comentario de mí.

—¿Porque te detendría? Debes saber lo que sentí hace unos segundos.

—Hablar sin pensar —musité.

—Es algo que todos tenemos en común —dijo encogiéndose de hombros—. Aunque tú casi siempre sabes hablar en público y cuando llega la hora de hablar sabes llegar a las personas.

El futuro perdido de Jonás Brown [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora