II. No soy feo soy difícil de ver

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 La cocina del castillo era muy larga y estaba bajo tierra. El suelo se encontraba cubierto de lechuga y fruta apisonada y podrida. Había hornos de barro y mesas largas donde disponían un montón de comida. Los hornos tenían una rejilla de donde saltaban chispas pero no parecían de fuego, eran azules y detrás de los barrotes creí ver electricidad sacudiéndose, a un lado del horno había una pila de leños del mismo color, sobre la montaña de madera un afiche de advertencia y unos guantes. Eran tóxicos. Genial, cosas corrosivas.

Las mujeres y los hombres bullían de un lado a otro como el interior de un hormiguero, cada uno tenía una cicatriz en la nuca o sobre un hombro, como había dicho Petra. Todos estaban vestidos con la misma elegancia que nosotros. Eran delgados y aunque su piel tenía un color era una tonalidad pálida. Las ojeras contorneaban bravamente sus cansados y desamparados ojos como dos remolinos oscuros que hundían sus parpados.

De repente apareció un hombre en nuestro campo visual.

Tenías las manos juntas detrás de su espalda. Era tan alto que no parecía humano, su piel conservaba un color magenta muy intenso. Tenía una melena de cabello gris esparciéndose sobre sus hombros aunque su cráneo estaba calvo. Su melena injustamente distribuida era como la cola de un caballo pero a los caballos si les quedaba bien, en el parecía un castigo. Llevaba una camisola y pantalones descoloridos con algunos parches pero su ropa no estaba ajada como el resto. Es más hasta tenía zapatos y un cinturón con hebilla.

¿Alguna vez te viste algo que te resultó desagradable? Pues seguramente no era nada comparado a él. De verdad sentí que me ardieron los ojos. Sus rasgos eran tan chuecos que parecían revueltos, tenía la piel brillosa, con pozos, dentadura torcida con el combo de ojos bizcos. Sus ojos eran dos ranuras pequeñas bajo la sombra de cejas onduladas. Y esos eran sus rasgos más guapos.

Estaba seguro que Prudungs cambiaría su opinión sobre nosotros al verlo.

—Soy Tiznado, uno de los sirvientes del rey.

—Yo soy Sobe y ahora estoy ciego —Dante le desprendió una mirada asesina.

—Seré su jefe por ahora —agregó Tiznado, escupía un poco al hablar, retrocedí un paso y dejé que Sobe y Miles enfrentaran los proyectiles—. Estoy a cargo de ustedes y todos los esclavos que permanezcan bajo este techo.

—¿Y si voy al patio entonces ya no tengo que hacerte caso? —preguntó Sobe sonriendo y secando su rostro.

—¿Estás tomándome el pelo? —preguntó Tiznado.

—No claro que no —precipité a responder.

—Imposible —dijo Sobe mirando su calva, sin poder contenerse—, evidentemente alguien se me adelantó.

—Hay mucha comida que preparar —agregó sin captar la broma a pesar de que yo me reí—. Quédense aquí y no salgan a no ser que se los diga.

Una chica de nuestra edad se adelantó cuando su jefe le hizo una seña con la mano, nos dio un costal de frutas y hortalizas a cada uno y dijo que las lavemos y cortemos. Tiznado sonrió con suficiencia y subió los escalones que llevaban al mundo exterior. No lo conocía pero ya sabía que no me agradaba. De repente me encontré picando verdura y pensando en cómo lograría salir de la cocina para poder buscar al rey. Miles estaba a mi lado, su pecho descubierto y repleto de pecas se veía muy limpio en esa cocina, a pesar de que no se bañaba hace una semana. No éramos los únicos adolescente ahí, incluso había niños.

El aire estaba cargado como le interior de una cueva, olía a agua estancada y comida. Estaba en penumbras, la oscuridad era alimentada por la luz de unas velas que nutrían las sombras y las hacían danzar.

El futuro perdido de Jonás Brown [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora