II. No preguntes si no quieres oír la respuesta

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Tiznado estaba mirándome, tenía sus cejas peludas a dos centímetros de la cara, retrocedí involuntariamente asustado y reprimiendo un insulto. Verlo era como bajar por una montaña rusa: imposible no gritar.

 Se volteó mirándonos por encima del hombro.

—Ustedes tres síganme.

—¿Qué? —preguntó Dante con una mirada nerviosa e incrédula.

—Ustedes tres síganme —repitió sin dar explicaciones con un gesto de impaciente escepticismo naciendo en sus labios.

Les dije con los ojos que se marcharan, que me las arreglaría solo. No deseaba separarme pero tampoco podíamos plantar objeciones, se suponía que éramos sirvientes y ahí la servidumbre no sabía hablar, nacía sin lengua o algo por el estilo.

Tiznado me dio unas tijeras, un conjunto de instrucciones y se marchó de allí diciendo que volvería dentro de un tunimo y cuarenta tijidirijitos, Sobe tuvo que comprimir los labios y obstaculizar la salida de una carcajada cuando escuchó el último número. Luego modificó su semblante y me lanzó una mirada tranquilizadora. Me dirigí a un amplio ventanal que todavía conservaba algunos cristales, los demás habían sido corrompidos por el avance de la maleza, comencé a podar las hojas con desgana cuando me asaltó una idea.

Una mujer tenía un serrucho en la mano y trataba de arrancar un tronco que tenía tanto grosor como su cabeza. Me situé a su lado y fingí cortar las plantas pero sólo azoté el aire. Ella elevó su mirada, tenía un mechón castaño de cabello cayéndole sobre la frente y su piel era de color amatista. Me observó como si fuera el adefesio de un circo y ella quisiera estar en otro lugar como el ballet.

—Hola —dije sonriendo con gentileza.

—Tus saludos son bienvenidos —contestó ella, me dedicó una leve sonrisa que murió con la misma velocidad que brotó y volvió a su trabajo.

Así que ella hablaba con rodeos, había visto a Izaro el tiempo suficiente para saber cómo hablar sin que parezca un extranjero. Tenía la edad de mi madre lo que me hizo pensar en ella y sentirme fatal por toda la incertidumbre y por el mensaje que no había recibido de Tony. Despejé mi mente procurando concentrarme.

—¿Eres del castillo?

—Sí, nací aquí al igual que la mayoría de mis colegas. Nunca pude ver el exterior. Mis confines son las paredes y mis fronteras las murallas del castillo. Mi único boleto de salida es el país de la oscuridad, la muerte, mi hermano fue una vez y regresó. Pero cuando volvió era distinto, me dijo que había extraviado una parte de él allá y quería recuperarla así que volvió pero cuando se fue no encontró el camino de regreso. Se perdió en la oscuridad. A veces me pregunto si encontró la parte que buscaba o si me mintió desde el momento que abrió los ojos y amaba más la paz negra que mi compañía. Creo que sí porque cuando se marchó tenía una sonrisa en el rostro como si hubiera esperado eso por muchos, muchos años.

—Vaya... así que sí eres del castillo.

—¿Cómo te llamas?

—Ofelia.

—Súper —me sentía mal por ella pero mi parte egoísta ganó a la abnegación, no pude evitar sentirme ansioso al formular mi mentira—. Oye, escuché muchas cosas de este lugar, dicen que hay sucesos que acaecieron dentro de estas paredes, relatos épicos. Aunque cuando salieron de las murallas del castillo se desfiguraron un poco. Quiero conocer esos relatos Ofelia, quiero mirarlos a los ojos y ver su verdadera identidad.

—¿Qué clase de relatos te desconciertan? —preguntó ella enjugándose sudor del rostro. Era delgada pero tenía los músculos definidos. Su abdomen estaba al descubierto, tenía un crop top empapado de transpiración.

El futuro perdido de Jonás Brown [2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora